Crítica: The Cure “Songs Of A Lost World”

The Cure fue el primer concierto, propiamente dicho, al que acudí cuando empezaba a ser adolescente, y no es difícil adivinar el impacto que tendrían en mí cuando, más de tres décadas después, sigo escribiendo sobre música. Quizá sea por eso que, cuando apareció el cartel que anunciaba este “Songs of a Lost World” (2024) frente al pub The Rocket, en Crawley, algo re removió en mi interior. Tras dieciséis años desde su último disco, el decimocuarto álbum de The Cure no se siente tanto como un regreso o un renacimiento, sino como la evolución natural de una banda que ha sido siempre tan atemporal como constante en mi vida y la cultura popular. Robert Smith y The Cure, cuya música siempre ha explorado la mortalidad, la pérdida y la desilusión, nos traen un álbum cargado de experiencia, un viaje pausado y melancólico que transcurre con la intención de dejarnos claro que el tiempo pasa para todos, siendo “Songs of a Lost World” (2024) una meditación apocalíptica sobre el fin de todo (entendido desde la existencia, claro), el paso de los años y la fragilidad de la existencia humana (no sé si también la futilidad, eso dependerá de cada uno). Lanzado en el mismo The Rocket donde The Cure debutaron en 1978, este álbum evoca una mezcla de nostalgia y emoción que resalta aún más cuánto nos damos cuenta que han cambiado tanto ellos como nosotros, su público. Y, a pesar de la declaración de tener varios discos en el bolsillo y canciones de sobra para futuros lanzamientos, la sensación de fin de ciclo que impregna el álbum, y especialmente en canciones como “Alone” y “Endsong”, es inevitable. El inquietante verso de “Alone”; “Este es el final de cada canción que cantamos”, se convierte en el pulso recurrente a lo largo del disco, mientras que en “Endsong”, Robert Smith parece alzar la vista al cielo, preguntándose adónde cojones se ha ido todo, como si nuestra realidad -la suya y la nuestra- se estuviese desintegrando ante nuestros ojos, algo que The Cure se empeñan en dejarnos claro desde la portada y esa cabeza de piedra erosionada, obra del escultor esloveno Janez Pirnat, un símbolo más de la descomposición gradual y de la forma en que las historias e identidades se desvanecen, aunque puedan permanecer como parte del paisaje. 

El sonido de este nuevo álbum es inequívocamente el de The Cure, remitiendo a la profundidad de “Disintegration” (1989) pero con la calma propia de la madurez bien entendida. Lo que no quiere decir que en “Songs of a Lost World” (2024) pretendan emular la exitosa fórmula de su carrera; en lugar de piezas vibrantes como “The Lovecats” o “Close To Me”, lo que encontramos es un sonido solemne, lento y extraordinariamente afectado, como una mezcla de su post-punk y pop, mezclado con la parsimonia y majestuosidad del doom. La introducción sombría de “Warsong” impone un peso fúnebre, con el bajo resonante de Gallup y la guitarra de Reeves Gabrels (el mejor fichaje que podrían haber hecho nunca), añadiendo un toque de shoegaze a la mezcla, además de su ruidismo y solos. Es precisamente su wah el que nos desgarra en “Drone:Nodrone”, una de mis favoritas, mientras que en “And Nothing Is Forever” reflexionan sobre lo inevitable de las pérdidas y las oportunidades no aprovechadas con una melodía a piano que es capaz de conmover cualquier alma. “A Fragile Thing” retumba para expresar la melancolía de un amor doloroso: “Cada vez que me besas podría llorar”, avanzando con una intensidad y una densidad emocional que invitan al oyente a un recorrido íntimo entre la mortalidad y el duelo personal.

Paradójicamente, la voz de Robert suena como si el tiempo no hubiese pasado y en “I Can Never Say Goodbye” dedica la canción a la reciente pérdida de su hermano Richard, en donde el vocalista expresa todo su dolor cuando canta: “Algo siniestro se acerca, para arrebatar la vida de mi hermano”, siendo capaz de capturar toda la vulnerabilidad que cala cada rincón del álbum. Pero “Songs of a Lost World” (2024) no se centra sólo en la experiencia del dolor, sino también en la exploración de la disolución del ego, de uno mismo cuando todo parece cambiar y en esa transformación perdemos también parte de nuestra identidad. En “All I Ever Am”, Smith describe la experiencia de verse en “un escenario oscuro y vacío” enfrentando una “extraña sensación de disociación” o la experiencia del dron que sobrevoló su jardín en “Drone:Nodrone”, transmitiendo la inquietud de no saber si está siendo observado, al igual que en “Endsong”, y sus más de diez minutos de tormenta emocional, cuando Smith se pregunta dónde ha quedado el antiguo mundo y cuál es su lugar en esta realidad, aparentemente fragmentada. 

A estas alturas de la película, The Cure no tiene que demostrar su relevancia y “Songs of a Lost World” (2024) se antoja como un álbum monumental y atemporal que dejará satisfechos a aquellos que busquen la energía post-punk de sus primeros discos, mientras que otros encontraremos reconfortante el sonido más profundo y denso de una banda que parece más actual que nunca en un viaje, el realizado desde aquel pub, The Rocket, que parece empezar a concluir. “Songs of a Lost World” (2024) suena tan natural que parece haber estado aguardando su momento para ver la luz. Tan sorprendente como grandioso. No exagero, cuando escribo que este me parece su mejor álbum desde “Disintegration” (1989).

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