Crítica: Alcest "Les Chants De L’Aurore"

¿Recuerdas cuando eras adolescente y el verano llegaba a su fin? No se trataba de comenzar las clases y volver al colegio, nada de eso, la melancolía que a todos nos invadía era debida a que acababa la magia; aquellas tardes calurosas pero sofocantes en las que todo parecía posible, en las que la rutina se rompía y acababas haciendo algo especial con tus primos, esos amigos a los que veías de año en año -pero cuya amistad creías inquebrantable- y, lógicamente, los primeros amores de juventud. Todo eso se desvanecía en septiembre, los días eternos morían con los últimos rayos de sol, oscurecía antes y el aire carecía de aquel misticismo; era el momento de despedirse hasta el próximo año o, de manera mucho más dramática, hasta siempre con promesas de mantener el contacto que, inevitablemente, también se desvanecía. Pues ese es el sentimiento que parecen capturar Alcest en “Les chants de l'aurore” (2024), el álbum en el que el black deja paso, casi por completo, al shoegaze y el post-rock, a los desarrollos con carácter cinemático, en el que canciones como “Komorebi” parecen encontrar su clímax, sin prisa en el desenlace, con gusto por las emociones. Las voces son predominantemente melódicas y Neige parece florecer, ya no se trata de alternar guturales con bellos coros, ahora parece susurrar y no necesitar de la aprobación del oyente, se sumerge entre sus guitarras y parece emerger tan sólo cuando es necesario cantar la estrofa.

Una jugada que a Alcest les sale redonda, quizá porque aquel intento con “Shelter” (2014) fue demasiado arriesgado en un momento en el que su público no lo entendía y han preferido volver a aquel camino después de dos bellísimos discos preparatorios como “Kodama” (2016) y “Spiritual Instinct” (2019), dos auténticas joyas que parecen llevarnos de cabeza a este último álbum en el que, a pesar de provocar la sensación de ser un disco de transición, se ven con fuerzas para jugar en "L'envol" o tiznar levemente de pintura negra el rostro del oyente en “Améthyste”, ocho minutos de auténtico dinamismo en los que, a pesar del trémolo, Neige es tan inteligente como para cogernos de la mano y guiarnos a través de ese sentimiento que antes pretendía describir. “Améthyste” es una maravilla con una parte central que, además de darnos respiro, articula la canción y nos conduce hacia la emoción del final. El eje de “Flamme jumelle” es el riff, un poco de delay con reverb y a volar, para terminar jugando Neige con varias figuras y volver a conjurar la emoción, esa que nos atravesará el corazón a lo largo de todo “Les chants de l'aurore” (2024), hasta “Réminiscence”, una pieza a piano que sirve para tomar aire y afrontar los siguientes doce minutos.

“L'enfant de la lune (月の子)” es una composición compleja, no se trata de su envoltorio y la narración, sino de la percusión de la introducción y el estallido, las diferentes secciones y cómo Neige prefiere llevar los coros en otro tempo, su puente y final, a pesar de que “L'adieu” parece una coda de la propia canción, cerrando el disco de manera delicada, dejándonos esa sensación de melancólica despedida en los últimos estertores estivales. No exagero, es lo que me hace sentir “Les chants de l'aurore” (2024), tanto que es complicado otorgarle una nota, como si de un examen se tratase. Está claro que no está a la altura de discos anteriores, pero roza de nuevo el sobresaliente con los dedos y nos regala un álbum brillante y repleto de sensibilidad para los próximos meses, como una especie de escudo con el que defendernos de sesenta días de vulgares horteradas, festivales con olor a protección solar, horribles chanclas, borrachos, playas atestadas y melones podridos en la basura de cualquier calle, para reconfortarnos, a modo de banda sonora, con algo tan escaso en estos días como el buen gusto. Impagable.

© 2024 Jota Jiménez