Naces, creces, te reproduces y mueres. Puede que nos cueste asimilarlo pero, básicamente, esas son nuestras vidas y, por el camino -y parafraseando a uno de mis autores favoritos- lo único que merece la pena es todo el amor que puedas dar y birlar, así lo atestiguaba también McCartney en los últimos días de los Beatles, aunque de manera menos prosaica. Y cuando leo una y otra vez el título del nuevo álbum de Metallica, “72 Seasons”, me resulta imposible no pensar en todo ello, con la misma ilusión de cuando era adolescente y parecía que el mundo se paraba porque la banda publicaba nuevo disco y, por mucho que algunos se empeñen en negarlo, ayer el mundo dio otro pequeño respingo en su girar; no porque un nuevo álbum de los de San Francisco vaya a lograr cambiar el devenir de la música o su propia leyenda, sino porque anoche fuimos millones los que fuimos parte de la noticia, escuchamos sus canciones, acudimos a una de sus muchas fiestas de escucha, compramos palomitas en los cines, esperábamos ansiosos a escucharlo íntegro o recibíamos la noticia de la emisión en streaming de dos conciertos de la nueva gira en agosto. Filtrado desde hace tiempo en las cloacas de la web o a través de un promo digital exclusivo para prensa, resultaba demasiado triste no formar parte de la gran fiesta de Metallica, como para querer destripar antes de tiempo unas canciones que se empeñaban en presentarnos ellos mismos (por la misma sensación que uno abre los regalos antes de tiempo, aunque estén bajo la cama, y esperamos a Navidad). “72 Seasons” o, lo que es lo mismo, dieciocho años que son los que habitualmente malgastamos en plagarnos de complejos, inseguridades y una percepción de nosotros mismos contra el mundo que poco o nada tiene que ver con la realidad y el resto de nuestras vidas, malgastadas de nuevo, en deconstruir todo aquello, entender quienes somos, deshacernos de los prejuicios y complejos y vivir, más o menos, tranquilos con nuestra conciencia y acciones para darnos cuenta de que nunca a nadie le importaron gran cosa todo aquello que para nosotros era una fuente de amargura. Desde luego, nadie podrá negarme que el nuevo álbum de Metallica no tiene fondo, seguramente más que muchos de los anteriores.
Así, no me extraña que James Hetfield se haya empeñado en hacernos saber que es aquel en el que se ha abierto más y combate algunos de sus propios demonios a través de sus canciones, a veces de manera explícita, otras no tanto, pero de una manera bastante más cruda que la anterior y siempre limitada forma de escribir de Metallica. Greg Fidelman de nuevo tras los controles, además de la presencia de la propia banda, nos asegura un sonido continuista respecto a “Hardwired… To Self-Destruct” (2016), una apuesta segura tras el supuesto fiasco de “Death Magnetic” (2008), que algunos disfrutamos a lo grande, en un álbum que suena igual de potente que el anterior (pero con más presencia de graves en el bajo, lo que aumenta la sensación de tener una base rítmica aún más poderosa y añade groove) y un trabajo mucho más crudo en las guitarras (hay algunos riffs que suenan verdaderamente crujientes) para un disco que no contiene canciones tan redondas como "Hardwired", "Atlas, Rise!", "Moth Into Flame" o "Spit Out The Bone" pero, a cambio, ofrece un fortísimo sentimiento de unidad (incluso a nivel compositivo, participando los cuatro músicos) por el que no es de extrañar que muchos críticos hayan creído que es sustancialmente superior al anterior por lo directo y urgente de algunas de sus canciones.
Por ejemplo, la apertura con “72 Seasons” es todo lo que esperábamos de Metallica para el nuevo álbum, sabiendo que, en los últimos años, la banda siempre ha creado canciones homónimas a sus discos que dan en el clavo respecto al elán vital de cada lanzamiento. “72 Seasons” posee el ritmo thrashy que todos necesitábamos, el wah de Hammett y ese puente con Hetfield, repleto de fuerza antes de bramar; “Wrath of maaaaaan. Leaching through, split in two” y recordarnos a otra época. Son las sombras las que nos persiguen, esas acciones y decisiones que no podemos olvidar, pero también esos problemas y adicciones que a Hetfield le encadenan a la tierra pero le hacen inevitablemente más grande por lo humano, las que invocan en “Shadows Follow” y, sin darnos tregua, nos descerrajan otro riff directo al pecho; para una canción que si parece algo diferente es gracias al sonido de Fidelman y el oficio de James, Kirk, Rob y Lars, cuando uno se percata que podría haber formado parte de su producción de los noventa y a nadie le habría extrañado su inclusión en “Load” (1996). Algo similar ocurre con “Screaming Suicide” a la que salva el fraseo de James, mucho más cerca de Motörhead, que de sus coordenadas habituales, algo que beneficia a la canción y su machacón ritmo en el puente, además de lo fácil de su estribillo y cómo ponen la directa en el riff tras el último verso, formando un conjunto traqueteante que le sienta maravillosamente bien a Metallica.
Para concluir el álbum, Metallica apuestan por “Too Far Gone?” y James y Kirk emulando a Thin Lizzy en el diálogo de las guitarras, además de contener uno de los solos de Kirk con más sabor de todo “72 Seasons”, “Room Of Mirros”, quizá menos resultona que la anterior pero con más marcado carácter thrash y la canción más extensa jamás firmada por Metallica, “Inamorata”, en la que la pesadez de su riff e introducción recuerdan a Geezer Butler en el bajo (no será la única vez) y una parte central que une la canción como si fuese una visagra con Hetfield cambiando de registro antes de las clásicas guitarras dobladas que tanto amamos y un final a la altura, que quizá no necesitaba de semejante minutaje y habría agradecido un recorte, sirviendo como epílogo de un álbum con canciones que deberían haber sido mucho más breves en muchos casos pero que no se hace eterno, como sí ocurría en la segunda parte de “Hardwired... to Self-Destruct” (2016) y que, paradójicamente, suena mucho más actual que los anteriores, mostrándonos a Metallica rejuvenecidos en muchos aspectos. No es lo mejor que han grabado porque poseen cuatro discos inmortales, pero es un placer escuchar algunas de sus canciones y no creo que nadie acuda a “72 Seasons” esperando un nuevo "Master of Puppets" (1986) sino el reencuentro con unos músicos que nos han dado grandísimos momentos y su sola presencia en el escenario es el sinónimo del reencuentro con nuestros mejores años, esos que forman parte de nuestras setenta y dos estaciones.
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