¿Qué sentido tiene escribir la reseña de un libro casi dos meses después de su publicación, cuando el propio autor ha pasado por tu ciudad presentándolo y tú has perdido la ocasión de aprovecharte del hype, nunca mejor dicho, y lograr unas pocos más de miles de visitas a tu web que, honestamente, no aportan absolutamente nada? Por supuesto, no tiene sentido alguno, como tampoco lo tienen esas reseñas escritas a vuelapluma al día siguiente de la publicación del libro o el concierto de Bono en Madrid, porque cuando las vuelvo a leer, tras haberlo concluido, me doy cuenta de que no se lo leyeron tampoco. En mi mesilla se acumulaban las lecturas y el voluminoso Surrender me reclamaba con sus letras amarillas entre Houellebecq y Cărtărescu, Zweig y Williams, ¿por qué tendría que querer leerme las memorias de un artista que significó tanto en mi vida como ha dejado de hacerlo en los últimos quince años? ¿Como esos amigos de siempre a los que quieres más por lo que fueron que por lo que significan actualmente en tu vida? En efecto, tampoco hay una respuesta clara a esta pregunta y, sin embargo, las letras amarillas seguían llamándome. ¿Quién leerá esta reseña? ¿Será de interés para alguien en una web tan peculiar como esta? Tuvieron que pasar las seiscientas setenta páginas del libro de Bono, que pocos críticos se han leído de verdad, para entender la respuesta a todas estas preguntas.
Surrender es un libro escrito para seguidores, pero dirigido para todo el mundo; como si Paul Hewson, Bono, quisiera, en muchas ocasiones, justificarse o explicarse, pero supiese que alguien que no sea seguidor de su banda jamás se meterá semejante panzada de páginas por el mero hecho de entender a un ser humano que se ha convertido en meme a fuerza de prodigarse fuera de los escenarios y estar siempre presente en política o en tu teléfono, sin tu permiso. Si has amado su música alguna vez y esto justifica el atracón, Surrender es el viaje vital a través de tus propias experiencias y esa banda sonora que a muchos nos ha acompañado en los buenos momentos, pero también en aquellos aciagos. Los comienzos en Dublín destilan nostalgia, pintan una ciudad gris, pobre y cateta, un chico de barrio y amigos, un entorno duro en el que criarse en una casa de hombres; la desgracia de la pérdida de su madre y cómo un padre tiene que hacerse cargo de dos hijos y un techo, la tristeza de perderse uno mismo para que salgan a flote otros, los problemas de ira y contención, el fracaso escolar y una mujer, Ali, que hace las veces de tabla de salvación mientras U2 tocan en pubs, se radicalizan en la secta cristiana Shalom y su carrera comienza a despegar gracias a una furgoneta, pero también el titánico esfuerzo de Paul McGuiness, los ochenta y blanco y negro hasta los noventa en color, Europa, el muro de Berlín y el glorioso Zoo TV, la pérdida de la inocencia pero también la resaca del PopMart y los últimos veinte años más aburridos que jamás se imaginaron firmar tras aquel.
Por un lado, la sensación es magnífica, Surrender tiene el encanto de un libro escrito de verdad por su autor (se cuentan con las manos en el negocio musical, recuerdo con cariño los de Andy Summers o Dylan, la experiencia con el resto es irregular) y su corazón excéntrico hace presencia en un estilo de escritura a veces caótico, en el que los párrafos se cortan abruptamente, los capítulos se dividen en secciones y hay constantes disgresiones, la sensación es gloriosa porque brinda espontaneidad y frescura, como sus dibujos, pero también confusa en fechas para todo aquel que no esté familiarizado con los eventos principales de Bono y U2 (no me refiero a giras o discos, sino apariciones o viajes por el continente africano como el realizado con Paul O'Neill, interminables charlas políticas, reuniones o esperpentos como el ‘Frock & Roll’), mientras en su cabeza se mezclan recuerdos del pasado, pensamientos y constantes saltos en el tiempo. Por otro lado, como seguidor de la banda (lo bastante descreído como afirmar que su último gran disco fue grabado en Hansa, pero lo suficientemente contumaz para seguir militando entre sus filas sin hacer el ridículo) produce cierta decepción ver cómo giras de cuatro años pasan apenas desapercibidas en el anecdotario, la presencia de The Edge se limita a las hieráticas pero geniales respuestas que el agudo guitarrista pronuncia cuando cuestiona la labor del cantante o la dirección musical, Adam queda relegado al retrato de sus debilidades y Larry es apenas mencionado -seguramente, a petición propia- pero hay cientos de páginas, capítulos enteros, en los que Bono siente la imperiosa necesidad de explicar su papel con la administración Bush, relatar una y otra vez sus esfuerzos por la condonación de la deuda externa al Tercer Mundo, una merienda con Gorbachov y pasa de puntillas por aquello por lo que hemos acudido todos a este libro; la música. Esa que, a veces, trufa los mejores momentos: las conversaciones con Hutchence son extraordinarias, la relación con Ali o la evolución con su padre, el olor a cerveza de los pubs cuando U2 comienzan a despuntar, las anécdotas -aunque pocas- en el estudio, las constantes excusas y justificaciones sobre “Pop” (1997) o el asunto de regalar su nuevo álbum introduciéndolo en tu dispositivo, además de las claves de algunas pocas canciones pero el olvido furibundo de otras.
Cuando llegué a la última página, cerré el libro; han sido treinta años escuchando a U2, viendo sus giras en varias ocasiones, estrechando sus manos y viviendo su música pero la sensación de vacío que siento con sus composiciones más actuales parece encontrar su explicación en el capítulo dedicado a “Vertigo” en el que el actor Cillian Murphy parece sentir lo mismo que yo y entiendo que el libro también lo cuenta; hasta los noventa, el relato de Bono es equilibrado, su vida es Dublín, Ali, la espiritualidad y su entorno pero el eje central es la música y una banda que, por desgracia, en la segunda mitad del libro parece resentirse y desquebrajarse en su relación interna cuando Bono dedica más tiempo a la política que al estudio, no dejando de ser curioso que coincida con sus canciones menos arriesgadas o valientes, cuando la sensación de complacencia ha producido discos y protagonizado giras que han fagocitado a cuatro chicos que querían ser ellos los que se comiesen el mundo. El acercamiento a la figura de Bono lo desmitifica en parte y eso es lo que parece buscar, las páginas se devoran y su prosa es poderosa, pero Bono sabe jugar bien sus cartas y esconder aquellas más valiosas, evitando profundizar en aquello que no quiere contar u obviándolo directamente, por lo que el retrato se queda incompleto y la sensación, pese al festín, es de haber sido desbordado, pero no colmado la curiosidad de uno.
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