Hay cierto nivel de patetismo en aquellos que miran por encima del hombro a Sabaton y evidencia un problema por su parte. Está claro que cuando acudimos a un álbum de los suecos, lo que nos espera es power hipervitaminado con varoniles coros y un Joakim Brodén enarbolando todo tipo de diatribas a modo de pegadizos estribillos que evocan, casi siempre, épocas pretéritas ejemplificando el valor y el heroísmo, esperar algo diferente no es pecar de ingenuidad sino acudir con la pistola cargada de antemano. También es cierto que corren malos tiempos para cierto tipo de valores y es por eso que, ahora, más que nunca, los vemos teñidos por la leyenda, como si fuese un relato de ficción, ajeno a nuestros tiempos. Como también es verdad que no es buen momento para hablar de guerra y no verse condicionado, sentir que se está frivolizando, por aquello que uno nunca desea pero no deja de ser una historia a la que es necesario acudir si uno quiere saber el porqué de lo que nos pasa y en ello, Sabaton son unos maestros; no sólo por rescatar de la memoria muchos episodios y héroes que jamás deberían ser olvidados sino por su empeño en desmarcarse de todo aquello que nos atemoriza pero sirve como elemento principal de una banda, nunca mejor dicho, nacida para dar guerra.
Además, para qué mentirnos, si bien creo que su último gran trabajo sigue siendo “Carolus Rex” (2012), Sabaton no nos han decepcionado y han mantenido un nivel más que aceptable a pesar de haber rozado la caricatura en alguna que otra ocasión y, por último, tuve el placer de ser testigo de cómo salvaban los trastos en la edición del Hellfest en la que Manowar hicieron la espantada, dejando tirados a todos sus seguidores, y cómo Sabaton se marcaron un doblete con una profesionalidad y entrega aplastantes. Pueden gustarte más o menos, pero los de Brodén son buena gente y aman lo que hacen, algo que también es bastante inaudito en estos tiempos.
Por eso, cuando suena “Stormtroopers” agradezco volver a sumergirme en su música y uno de esos estribillos tan pegadizos, Van Dahl y Sundström forman un tándem encomiable, plenamente engrasado, robustos y sin fisuras, mientras que Brodén, además de su voz añade los arreglos. Los coros a cuatro voces ayudan a magnificar la sensación de estar ante un single solemne, más espectacular de lo que es, mientras Johansson nos ametralla con sabor neoclásico. “Dreadnought” y sus tintes de marcha marcial son la continuación perfecta a “Stormtroopers” y son esos coros que mencionaba líneas más arriba los que expanden su música, esa que se crece con relatos épicos como el de “The Unkillable Soldier” (dedicada a Adrian Carton) con otro estribillo melódico y accesible que, sin embargo, no se beneficia del ritmo trotón de la canción. Por supuesto, no desentona en el conjunto total y no es de las peores, pero sigue sin convencer como “Soldier of Heaven” (quizá una de las mejores del disco, a pesar del sonido tan petardo y prefabricado) o el auténtico disparo que es “Hellfighters” (inspirada en el regimiento 369 de la Primera Guerra Mundial).
Canciones que suenan e inmediatamente se clavan en tu memoria, en contraposición a otras, de menor altura y más forzadas, como “Race To The Sea” o “The Valley Of The Dark” (la más épica, sin duda, de todo el conjunto, pero también la más obvia) que palidecen frente a “Christmas Truce” o “Lady of The Dark” en un álbum con la habitual producción sueca, a manos de Jonas Kjellgren en la que, a pesar de algunas buenas canciones, echo de menos una cohesión no sólo en las fabulosas historias que cuentan sino también en la calidad de las propias composiciones y ese no avanzar o no querer hacerlo por parte de una banda siempre atorada en la complicada encrucijada de dar a sus seguidores lo que quieren o crecer y ampliar público, lejos del encorsetamiento. Bien, lo que se espera de ellos, pero sin progresar adecuadamente o no todo lo que podrían dar de sí.
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