Recuerdo cuando escuché “Sunbather” (2013) hace ocho años, muchos de los que ahora mentan a Deafheaven no tenían ni vello púbico, pero aquel disco tuvo un impacto tremendo, un impacto sordo pero que se hizo escuchar en toda la escena. La emoción contenida en sus surcos era indescriptible y Deafheaven estaban llamados a tocar el cielo, no es sólo que apretases las palmas de tus manos contra tus ojos y vieses la portada tras una veraniega tarde al sol, sino que todo tu universo -el tuyo, el mío- estaba contenido allí. La gira fue tan intensa como prometía y con “New Bermuda” (2015) aunque no alcanzaron las mismas cotas de emoción, aprobaron con un notable alto que, en efecto, parecía confirmar que los de San Francisco estaban llamados a ser algo grande y así lo demostraron en esa gira también, pero "Ordinary Corrupt Human Love" (2018) mostraba señas de agotamiento, no sólo en las características de un grupo que parecía desgastado, sino en la propia instrumentación y, lo peor de todo, el resultado final y sus composiciones. A veces siento que Deafheaven se han esforzado tanto por desmarcarse de la crítica y el público que han acabado dándoles a unos y a otros justo lo que querían. Y es que escuchando este “Infinite Granite” (2021) da la sensación de que, además de domesticar su sonido, han cometido el terrible error de eliminar el contraste, me explico; lo que hacía grandes a Deafheaven eran las melodías ensoñadoras del shoegaze mezcladas con los gruesos brochazos del black, Clarke no era el mejor vocalista pero su garganta transmitía, McCoy es un guitarrista mediocre -lo es- pero sus efectos funcionaban, las capas de sus guitarras se superponían unas a otras y estallaban con las de Mehra, acercándose al post-black, así se les tildó de post-blackgaze, poco acertado por estúpido, pero mucho si tenemos en cuenta sus ingredientes. En definitiva, en Deafheaven funcionaba el contraluz de los Pixies, la electricidad pulsante de la distorsión con las atmosféricas ondas expansivas de sus guitarras y Clarke retorciéndose en el palo del micro como si de Curtis o Morrissey se tratase. El resultado era tan chocante como para enervar a los fans más recalcitrantes del metal, pero enamorar al resto de sus seguidores.
Y lo que nos encontramos en “Infinite Granite” no es más que a Deafheaven castrados, a la banda les han extirpado las gónadas de la distorsión y la rabia en un álbum en el que sólo hay melodía y blanda, poco inspirada y sonando por todo el sehogaze y el indie de los noventa. No es difícil escuchar canciones como “Shellstar” o “In Blur” y sentir que estamos escuchando a los hermanos menos agraciados de Johnny Marr o a los Cocteau Twins. La voz de Clarke resiste los envites de la distorsión, pero no cuando tiene que sobrevolar las composiciones de una banda que no despega el vuelo, no es difícil sentirle fuera de lugar en algún que otro momento (“Great Mass Of Color”), más cercano al falsete que al gañido, que al alarido de rabia de “Sunbather”. “Neptune Raining Diamonds” resulta inane y, más aún, cuando nos lleva a “Lament for Wasps”, siete minutos de una canción que comienza como el resto y a la que, a pesar del intento por encabritarla en algún que otro momento, resulta aburrida en su narración, dando toda la sensación de que un recorte de tres o cuatro minutos le habría dejado una melena más mona y menos grasienta a la banda y, como ocurre en “Villain”, da la sensación de que sólo valen los últimos compases de las canciones.
Algo que persiste en la escucha de “Infinite Granite”, cuando uno descubre que la banda intenta alcanzar el clímax al final de sus composiciones pero, que lo alcance o no, es arena de otro costal. “The Gnashing” suena a los noventa más rancios y aburridos, la ‘reverb’ en la voz enmascara la fragilidad melódica de esta, a un paso entre la seriedad de Paul Banks y el acento nasal forzado de Brett Anderson, mientras que “Other Language” es tan lineal y ramplona que, cuando llega el final, ese en el que deberíamos estar levitando, sólo se escucha un desbarajuste que no nos lleva a ningún otro lugar excepto al de pasar a “Mombasa”, aún más absurda que ninguna, cuando lo que parece es, simplemente, un recordatorio de que pueden seguir recurriendo al blast beat y las voces más agresivas pero no han querido hacer gala de ello en todo el álbum y sólo ocurrirá durante los últimos dos minutos, calcando el mismo esquema compositivo de las anteriores ocho canciones.
Cuando llegas al final del álbum no sientes haber viajado a ningún sitio, no hay nadie que haya hablado por ti, no hay ninguna emoción que hayan descrito mejor que tú mismo, tampoco hay sentimiento que arrojarle a nadie a la puta cara, tan sólo un álbum flojito, como un pedo silencioso que nadie ve venir, pero todo el mundo padece. Deafheaven, por desgracia, han querido alejarse tanto de sí mismos que, paradójicamente, nunca han sonado tan encorsetados, faltos de rumbo e inspiración. A disfrutarlos quien no los viese en las giras de “Sunbather” y “New Bermuda” porque gozosos ellos.
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