Venga, coño, las cartas sobre la mesa, dejémonos de hablar del increíble parecido de Dave Grohl con el batería de Nirvana y hablemos en plata; el mejor disco de Foo Fighters es “The Colour and the Shape" de 1997 (recuerdo que su concierto en Madrid fue en la mítica Sala Canciller) y este, “Medicine At Night”, es el peor de todos, malo como el sebo, horrendo y punto pelota. Sólo los más fanáticos serán capaces de justificarlo, acudir a él y pedir un imbecilidad como “Making A Fire” en directo, buscar un significado pseudo-intelectualoide a una basura de single como “Shame Shame” y su pretencioso videoclip en directo. Pero, siguiendo las indicaciones de mi pareja; voy a imaginar que estoy sentado en una sala insonorizada o algo mucho más demencial, una cámara anecoica (o casi), estoy a solas y no hay nadie en la faz de la tierra que haya escuchado ese álbum, tampoco lo va a escuchar nadie o, por lo menos, no voy a conocer a esas personas jamás. Nirvana tampoco existió, no puedo establecer comparación alguna, y Grohl es de verdad un tipo genuino que no me asalta en YouTube cada vez que busco a Rush o Bowie, mastica chicle con la boca cerrada y no grita absurdamente mientras canta canciones absurdamente pop con guitarras mediocres y tampoco se ríe de la bendita sencillez de canciones como “In Bloom”. Vamos a imaginar que tengo que explicarle este disco a una persona que jamás ha escuchado una puta nota de la música de Foo Fighters.
Pero no puedo porque cuando lo escucho siento como mi adolescencia se revuelve, como Kurt Cobain entorna los ojos y mira hacia el cielo, como Mudhoney o Dinosaur Jr. están condenados a públicos minoritarios, igual que Sunny Day Real State o, mucho mejor, imagino que diría Pat Smear (The Germs) si se viese en los créditos de una canción tan tontita como “Waiting On A War” o como el eternamente largo Krist parece pasar de todo en una especie de estado, similar al nirvana, en el que librarse del ‘dukkha’. “Medicine At Night” es la clara y jodidísima evidencia de que a Dave le ha comido el personaje, que aquel batería contundente y fibrado que aporreaba la batería tras Kurt y Krist, nunca soñó con retomar su carrera tras el cañonazo de Lake Washington Boulevard y, con el paso del tiempo y el éxito, los tronos y los estadios, se ha llegado a creer que una banda modesta de rock alternativo (basta escuchar su disco homónimo del 95 y créanme que lo he escuchado, porque estuve dos veces en aquella maldita gira o el auténtico cohete de Gil Norton en el 97) puede convertirse en una banda de rock atemporal, más parecida a los Heartbreakers de Petty que los irregulares pero mágicos Weezer, es para descojonarse.