La secuela de aquel horrendo y deprimente viaje de trabajo por el que me encontré en un hotel perdido en el norte de Alemania, hace tres años en plenas navidades, con "22, A Million" (2016) de Bon Iver sonando en bucle a través de mis cascos, como única tabla de salvación para no perder la cordura, prosiguió durante casi tres años en los cuales, aquel sentimiento tan bien descrito por Sofia Coppola en “Lost In Translation”, terminó deviniendo en una pequeña depresión no exenta de un sentimiento constante de alienación por el que, de golpe y porrazo, me encontré en pleno festival madrileño, rodeado de un montón de gente que no significaba absolutamente nada para mí, ginebra en mano, mientras Justin Vernon cantaba una de mis canciones favoritas, "715 - CR∑∑KS", en uno de esos conciertos en los que uno tiene la sensación de que la vida se funde con el arte, desdibujándose la frontera, y la bonita ensoñación de que las canciones hablan de ti, mientras compartes esas letras con gente afín que, en algún absurdo y eufórico momento, crees que están inexplicablemente en tu mismo plano existencial, cuando seguramente no sea así y, cuando la ginebra se acaba, sabes categóricamente que no lo es. Y tú y Bon Iver cerráis el ciclo de "22, A Million" no porque toque, porque se haya agotado la fórmula sino porque esto es un viaje y Vernon está tan vivo o más que tú, creando música que, valga la pedantería, posee tantas aristas como para que uno malgaste una década escuchando el mismo álbum y seguir creyendo que es nuevo.
Siento si el lector pensaba encontrarse una crítica fría, escrita como una redacción, repleta de datos copiados/ pegados de Wikipedia porque esta no puede ser escrita al peso, como otros cientos de blogs, por parte de gente que no sabe nada en absoluto y, maldita sea porque lo parece, tampoco escribir. La música de Bon Iver, si permea, no debería ser descrita al uso; ¿de qué te sirve que recite correctamente los títulos de las canciones o te diga que los productores son Chris Messina o Brad Cook y cite a Naeem o Velvet Negroni? ¿Que James Blake colabora en "iMi"? ¿Eso va a cambiar tu experiencia? ¿Vas a escucharlo con más atención? Nada de eso, en absoluto. Sin embargo, sí te puedo prometer que las canciones de Bon Iver (y las de este “i, i” no son una excepción), entran de manera lenta pero constante, para no marcharse nunca más; que la emoción que sentirás al escuchar “Hey, Ma” no es comparable a nada de lo publicado en este año que promete acabarse pronto, que desde “Yi”, Vernon juega a deconstruir sus propias canciones y los cientos de efectos y modulaciones que estas albergan son tan sólo un entretenimiento con el que jugar al despiste pero, amigo mío, cuando la composición, la melodía, te llega al corazón, se mete tan profundo que es difícil que la olvides porque la has sentido y no escuchado. Hay momentos como “We” en las que el bajo y los sintetizadores surcan los límites del soul y el fraseo de Vernon, a medio camino entre el falsete, juega con entrecortadas rimas que devienen en esos metales de la ya célebre Worm Crew que pudimos disfrutar en directo.
Hay pulsión electrónica, por supuesto, "Holyfields," y más arreglos, jugando con la compresión del sonido y un grado de abstracción que denota las ganas de Vernon por intentar jugar al escondite cuando lo que encierran son canciones trabajadas a destajo sobre el cuaderno de notas. Otros momentos de inenarrable belleza y encanto setentero, "U (Man Like)", evocando la sensibilidad de Prince y también oscuridad, sobriedad, de "Naeem". Canciones que podrían haber formado parte de "22, A Million" ("Jelmore") y otras, como “Faith”, que sonarán a liberación en directo (donde he podido comprobar que, lejos de la introspectiva escucha de alcoba, casi siempre funcionan mejor cuando ves a su protagonista alcanzar el éxtasis) y recuerdos de aquel “For Emma, Forever Ago” (2007) en “Marion” y ese collage en el que Vernon mezcla sin complejo alguno su pasado y presente con el nuestro, como si fuese un caleidoscopio en el que todo vale y la unión de las diferentes emociones crean diferentes formas y colores; de nuevo los metales resuenan fantásticos en “Salem” o la elegancia de "Sh'Diah" y la demostración palpable de que no todos los interludios de los discos de hoy en día son puro y duro relleno, o el recitado a modo de despedida en “RABi”, haciendo sentirse orgulloso al mismísimo Bob Dylan en un álbum infinitamente más anárquico y libre que "22, A Million" pero igual de mágico e inspirado, además de transmitir la sensación de que Vernon hace lo que le viene en gana y es esa libertad la que le hace llegar al alma de miles de oyentes porque más allá de identificarte con sus canciones, las haces tuyas hasta vivir dentro de ellas. Los discos de Bon Iver son como los amigos y a estos no debería juzgárseles a pesar de saber todo de ellos.
Hace ya muchos años, una voraz lectora de esta web (de esas y esos que lo niegan pero siguen leyéndonos con una linterna bajo las sábanas), aseguraba que no le gustaban mis críticas porque me abría demasiado a gente desconocida que leía mis sentimientos pero, amiga mía, la culpa no es mía sino de música como la de Bon Iver. Terminó de sonar "715 - CR∑∑KS" en aquel festival y por mi cabeza pasaron miles de imágenes, dejé de fumar, me bebí la ginebra y sentí la dulce sensación de cerrar un ciclo también y esa, amigos míos, es la auténtica magia de la música sin la cual muchos seríamos incapaces de vivir.
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