La música es el caldo de cultivo perfecto para todos esos llorones pusilánimes que no aceptan el constante cambio inherente a la propia vida. Aquellos que sufren cuando sus ídolos musicales se cortan el pelo, usan rímel o cambian la dirección de su música, la historia reciente de la industria está repleta de magníficos y desternillantes ejemplos. En algunos casos, el cambio se ha visto acompañado de buenas canciones e ideas, en otros, sin embargo, el cambio ha sido sólo de chapa y pintura, en muchas ocasiones, con el único objetivo de subirse al último carro y vender más. Supongo que eso es lo que tanto miedo le da algunos de esos seguidores que intuyen un punto de inflexión fundamentado en el interés económico y, por ende, la pérdida de calidad y con ello, de credibilidad. Por otro lado, ¿acaso los músicos no tienen facturas que pagar? De nuevo, soy consciente de la fina línea entre llenar la nevera y comprarse una nueva mansión, como también sé que, habitualmente, los músicos que viven de su arte e intentan pagar la hipoteca con la venta de sus discos, camisetas y conciertos, suelen ser aquellos que tienen los pies en la tierra y esos otros, que tan sólo buscan más dinero, suelen ser los que cambiarán de principios con cada disco. Pero, estimado lector, hay una tercera categoría y es a la que pertenecen los suecos Opeth (que me perdone nuestro querido vecino, Martín Méndez) porque si su carrera es una constante evolución, su giro copernicano con “Heritage” (2011), aunque anticipado, no fue la de aquel músico que busca el favor del público porque lo sencillo habría sido continuar la senda de "Blackwater Park" (2001), "Ghost Reveries" (2005) y para los más suaves, melosos y melancólicos, discos como “Damnation” (2003) o “Watershed” (2008) y ni apostar por el progresivo setentero que, también es verdad, ni cuando ha estado de moda ha vendido lo suficiente, más allá de las consabidas vacas sagradas. Por lo tanto, el polémico cambio de Opeth no sólo es respetado por su integridad y lógica sino reverenciado porque, a pesar de los llorones (muy a pesar suyo), ha venido acompañado de calidad y grandes momentos.
Grandes momentos como este “Garden of the Titans: Live at Red Rocks Amphitheater”, en mi opinion, tan necesario porque si bien Opeth ya han publicado discos en directo en el pasado (“Lamentations: Live at Shepherd's Bush Empire 2003”, "The Roundhouse Tapes" o "In Live Concert at the Royal Albert Hall") siempre he sentido que lo que ha fallado en ellos ha sido el apartado visual, la realización, cosa que enmiendan con “Garden of the Titans” de manera inteligente utilizando un escenario como es el Red Rocks Amphitheatre de Morrison, Colorado, que ya han utilizado antes otros artistas de la talla de Depeche Mode, A Perfect Circle, R.E.M., The Allman Brothhers, Jethro Tull y, por supuesto, U2 (que nadie piense que menciono a la empresa en la que se han convertido actualmente y vuelva a leer el primer párrafo de este texto) que popularizaron mundialmente la localización en el ya mítico directo publicado en 1984, “U2 Live at Red Rocks: Under a Blood Red Sky”, al que las rocas tiñeron el cielo de rojo y la incesante lluvia confirió un aspecto épico y de batalla con la sempiterna bandera blanca y un momento mágico y combativo para los irlandeses, mucho antes de que Bono hiciese ondear la bandera de la Unión Europea como vacuna para todos los males del ser humano; demostrando que saciar el hambre es lo peor que le puede pasar a un artista.
En el caso que nos ocupa, el de Opeth, este directo se compone de un repertorio ajustado que no sufrió variación alguna durante la gira promocional de “Sorceress” (2016) y que se basa, fundamentalmente, en su más reciente obra, olvidando un pasado deathmetalero con el que Mikael Åkerfeldt no parece sentirse excesivamente cómodo y que se evidencia en unos guturales que, sin que pueda ser entendido como una queja, no suenan como en el pasado. Ejemplo de ello es “Ghost Of Perdition”, “Demon Of The Fall” (de “My Arms, Your Hearse”, 1998) o esa despedida de catorce minutos con la impresionante “Deliverance”, magistralmente interpretadas, como todo lo que toca Opeth con su buen gusto y virtuosismo, lejos de los absurdos fuegos de artificio, pero en la que la voz de Mikael se siente forzada en lo cavernoso y, por el contrario, se le siente disfrutar en las melódicas. Así lo sentí en las dos ocasiones que disfrute de Opeth durante esta última gira y así lo siento cuando escucho “Garden of the Titans”.
A pesar de ello, el orgasmo sonoro llega igualmente de la mano de “The Wilde Flowers”, “Cusp Of Eternity”, “Era”, “In My Time Of Need” y, pese a quien le pese, con “The Devil’s Orchard” de “Heritage” porque Opeth no han cambiado porque sí, porque Opeth están recorriendo un largo camino del que nos hacen partícipes y no piden rehenes a causa de su pasado; el que quiera, se queda, yo me quedo y todo el que escuche “Garden of the Titans: Live at Red Rocks Amphitheater” hará lo mismo, mientras conserve un mínimo de sensibilidad y amor por la música bien compuesta y excelentemente interpretada, en definitiva; bien parida.
© 2018 Jesús Cano