Siempre recordaré, y no será la última vez que lo mencione, las palabras de Lemmy sobre Prince, cuando, sin menospreciar al verdadero genio de Minneapolis, aseguraba que no podía disfrutar de él, o ni siquiera se había molestado, porque había visto a Jimi Hendrix en directo. Y no estamos hablando de un tipo de clase media al que sus padres le dieron unos peniques para ver a Hendrix desde la comodidad del patio de butacas, Lemmy fue roadie de Hendrix y cuando escribo ‘roadie’ lo hago con todas las consecuencias; no solamente cargó con su equipo sino que también le hacía todo tipo de encargos y, por supuesto, compró y compartió drogas, a modo de propina. Escuchando a Greta Van Fleet también recuerdo a Steve Vai cuando afirmaba que no interpretaba blues porque siempre que lo escuchaba de mano de un guitarrista blanco era como paladear una tostada untada con mantequilla aguada. El lector más avispado entenderá por dónde van los tiros en una crítica a Greta Van Fleet y el menos espabilado (aquellos que, por ejemplo, nos dejan divertidos pero airados comentarios en Facebook) poco entenderá porque, seguramente, se deje llevar por el producto que tiene entre manos y, si suena bien y se le pegan algunas canciones, creerán saber de música, lo suficiente como para corregir a servidor, que escribe y…. bueno, también está bien. Cada uno a lo suyo.
Pese a haber disfrutado moderadamente de “Black Smoke Rising” (2017) o “From The Fires” (2017), sumando entre los dos las doce canciones que, por propio derecho, podrían entenderse como su primer álbum, y tras escuchar en bucle este, su debut, “Anthem of the Peaceful Army”, he de reconocer que no me gustan Greta Van Fleet porque, a mi edad, reúnen algunos de los ingredientes que tanto me disgustan de cualquier artista. A saber, el hype con el que la prensa les ha recibido como si fuesen “the next big thing” (odio los anglicismos pero así es como se le conoce a este fenómeno que, curiosamente, suele ocurrir con más frecuencia al otro lado del charco, que cada uno saque sus conclusiones…), los torpes esfuerzos de su vocalista por borrar sus huellas en la arena y asegurar que su influencia vocal procede de Steven Tyler, cuando por tono y color no le debe nada al de la banda de Boston y sí a Robert Plant quien, con mucha ironía pero no exento de mala ralea, pone los ojos en blanco y se ríe. No me gustan las críticas de aquellos que estaban de huevo en huevo cuando Zeppelin seguían en activo pero aseguran que, musicalmente, Greta Van Fleet cubren el expediente cuando se olvidan, porque nunca lo vivieron y seguramente no hayan mamado los discos de Zeppelin. Que si estos triunfaron por todo lo alto y han dejado huella indeleble en el rock no es precisamente por su originalidad (ese estúpido argumento que muchos mentecatos esgrimen para menospreciar su legado) sino por su forma de reinterpretar, de tomar todas aquellas influencias negroides y mezclarlas con su propia mística, elevándolas a otro estadio gracias a su pasión y contundencia, a su extraordinaria pericia con los instrumentos; el incansable buscador que era Page, el multiinstrumentista sensible de Jones, el martillo de los dioses que era Bonham y el epítome de lo varonil mezclado con el exotismo y una garganta prodigiosa como la de Plant, fueron lo que hicieron que Zeppelin sea parte de la historia de la humanidad. Nada que se pueda medir con una regla para establecer absurdas comparaciones entre lo que ocurrió hace casi cincuenta años (cuando todo les parecía inventado a aquellos que sí que vivieron aquella época y la pirueta con tirabuzón de Zeppelin les era igual de sorprendente), ese movimiento sísmico de proporciones planetarias y el leve temblor de mesa coja que suponen Greta Van Fleet.
Desde sus primeras notas, “Age Of Man”, mientras observo la portada, me lleva a otra época y hay que reconocerles a Van Fleet la inteligencia de situar su pieza más extensa al comienzo del álbum y no al final, como suele ser habitual. Se desperezan y suenan maravillosamente bien, la producción está magníficamente cuidada y es heredera de una época ya pasada y, pese al tremendo ejercicio de estilo, hay un terrible anacronismo entre el chirriante y crujiente sonido de la guitarra de Jake Kiszka (claramente, por Page) y el procesadísimo sonido de la batería de Danny Wagner. Muchos no lo apreciarán, pero la batería suena completamente actual y tan poco orgánica, tan poco natural como encontrarse que uno de los lanceros de Velázquez lleve un reloj digital Casio. Primera en la frente para todos aquellos que esperábamos más, ninguna para esos con orejas de corcho que escuchan un disco como un producto terminado y son incapaces de escuchar cada instrumento por separado.
En “The Cold Wind” las cosas se empiezan a calentar, el problema es que la cama es la de otro, la de Zeppelin, claro está, y continuarán con “When The Curtain Falls” y Jake fraseando entre verso y verso de Josh, al más puro estilo del binomio de Page y Plant. Más problemas para el oyente más avezado y pocos para el casual o el poco exigente, mientras la voz de Plant en “Led Zeppelin I” (1969) es aguda y su tono es alto, no suena forzada sino natural y llena de color blues en lo que es un auténtico orgasmo sonoro, la de Josh Kiszka resulta tan forzada que parece que se le vaya a subir un testículo o se haya puesto hasta los ejes de helio, como ocurre en “Lover, Leaver” o “The New Day” en la que deberemos comprobar si las revoluciones de nuestro vinilo son las adecuadas.
Más diferencias odiosas son cuando Greta Van Fleet abandonan el “Led Zeppelin I” y acuden prestos al sacrilegio acústico del bello “Led Zeppelin III”, sacan las acústicas de sus armarios, y entonces se muestran plenamente inofensivos en “You’re The One”, la tontorrona “The New Day” e intentan darle, sin éxito, cierto exotismo a “Anthem” gracias a la percusión, mostrándonos composiciones que no poseen la calidad y cuando son desprovistas de su envoltorio zeppeliniano más caricaturesco, fracasan estrepitosamente, no pudiendo ser recordadas una vez han concluido. Casos más flagrantes son el robo descarado a Ram Jam en el riff de “Lover, Leaver”, la inclusión de un slide en la facilona “Mountain Of The Sun”, en la que todo resulta tan poco original como su propio título o la lentísima “Watching Over” (donde el estropicio del sonido de la batería es aún más evidente) y Josh parece salido de la serie Alvin y las ardillas (Alvin and the Chipmunks, para los más esnobs), rozando ese esperpento que a muchos les encantará pero a servidor le aburre sobremanera.
Y esto, más allá del disgusto que le pueda causar a aquellos que sí creen saber de música y lloren sangre al leer esta crítica, tan sólo encierra la poca memoria que tenemos como público cuando, no hace mucho, se nos han vendido a bandas como Wolfmother como los herederos de Zeppelin, a Kula Shaker como los adalides de la psicodelia, a Franz Ferdinand como los próximos Talking Heads y a Interpol como Joy Division y ya vemos cómo han acabado todos. Si quiero escuchar a Led Zeppelin, pincho sus discos y punto, y me dejo de bandas tributo con insoportables e inanes temas propios.
© 2018 James "Whitey" Bulger