El mundo de la música está plagado de bichos raros, de inadaptados que hacen de sus incongruencias brillantes obras en las que, en muchas ocasiones, la maestría no reside tanto en sus canciones, como en su propio personaje. Músicos que sienten todavía la llama de la música ardiendo en sus corazones, pero, por aquello de que su arte no vende lo suficiente, prefieren no continuar publicando. ¡Oh, córcholis, acabo de desvelar el misterio de Eric Peterson tras un proyecto como Dragonlord que, en casi veinte años, tan sólo ha publicado tres discos! Parece que a Peterson (una de las cabezas pensantes de esa bestia denominada Testament) no le basta con publicar grandes discos con una formación de auténtico lujo como es la formada por Skolnick, Di Giorgio, Hoglan y Billy y todavía tiene ganas de resucitar este proyecto de black metal que debutó con “Rapture” (2001) y parecía haberlo dejado a tiempo hace trece años con “Black Wings of Destiny” (2005), pese a reconocer que Dragonlord no le sale rentable. Y es que no es cuestión de ser más o menos purista, pero Dragonlord tiene de black metal lo mismo que un chaval de Murcia, Pontevedra o Bogotá que dibuje Manga; podrá ser genial, un auténtico maestro con los lápices que, en mi opinión, sólo podrá copiar la estética, no el élan vital. El black nace en una Europa de clase media/ alta y bebe de unas influencias artísticas y sociales que a Peterson, al gran Peterson de Berkeley (California), le son puramente ajenas, quedándose Dragonlord en un ejercicio de estilo, brillantemente ejecutado pero tan sólo un divertimento al que no se le puede tomar convenientemente en serio. El black que practican Dragonlord está más cerca del sinfónico gracias al trabajo de Lyle Livingston pero la batería del brillante Alex Bent (Trivium, entre otros), aunque perfecta, no termina de despuntar en un estilo de canciones en el que Bent parece sentirse encorsetado y no puede dar rienda suelta a su impresionante don. Mientras que Peterson, cuando intenta gruñir como Nattefrost o Shagrath suena moderadamente bien, sin estridencias ni alardes, pero poco creíble cuando, en algunos momentos, Dragonlord se olvidan del black y parecen refugiarse brevemente en el thrash.
“Entrance” y la lluvia, las campanadas, los coros por Dimmu Borgir y todos los dioses del metal y la guitarra de Peterson, adornada de manera barroca por más y más coros y los arreglos de Lyle, una introducción innecesaria que se desvanece y hace perder fuelle a “Dominion”, la verdadera primera canción de un disco breve y poco acertado. El trabajo de composición está ahí, la oscuridad no es tal, pero se siente lo suficientemente negra como para convencer en una escucha casual y superficial, no tanto cuando, además de la labor sobre el papel, la cabra tirará para el monte y el solo de Peterson le debe más al hard que al black y, tras el puente, la canción logra que perdamos el interés. “Ominous Premonition” nos muestra a una banda que suena sólida pero que no se siente honesta en su propuesta, a lo que hay que sumar una producción poco adecuada para un disco de semejante naturaleza. Algo que se siente con especial intensidad en “Lamia” y el exceso de sintetizador en una canción que suena muy forzada o “Love of the Damned” que, debido a su melodía, podría ser parte de un disco de Testament, un desliz entre muchos otros como son algunos riffs, licks, solos y arreglos que demuestra que la sangre de Peterson pertenece a otra música, a otras soleadas tierras, muy alejadas de la frialdad y la honesta negación de la vida que practicaban algunas de las mejores bandas de primeros de los noventa en la helada Noruega.
“Northlanders” sufre el efecto del descorche y es un comienzo arrebatador que promete una canción de mucha más pegada de lo que termina siendo, según pasan los segundos y la mala leche da paso a unas estrofas sobreproducidas pero sosas, como la sinfónica “The Discord of Melkor”, que parece una caricatura de Dimmu Borgir con Peterson emulando el fraseo de Dani Filth o la auténtica rendición a Testament, en “Serpents of Fire”, eso sí, repleta de arreglos, coros, y doble bombo de Bent; muñequeras de clavos y corpse paint de mentirijilla.
La increíble paradoja de “Dominion” de Dragonlord es que es un disco hecho desde la pasión, pero cuyas escuchas revelan una falta de ella que se traduce en el abrumador hecho de que no hay cohesión alguna entre canciones repletas de tics y guiños a un subgénero al que tal homenaje tan sólo puede entenderse como una mofa, un batiburrillo verdaderamente informe. Capas y capas de guitarras bajo engolados arreglos que no transmiten el sentimiento épico o la honestidad que deberían, demuestran la irrefutable verdad de que Peterson, cuando vuela a solas, está tan perdido en su música, como en política. Ojalá que el nuevo disco de Testament no tarde en llegar…
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