Suena "Missin' Yo' Kissin'" y el reencuentro es innegable, parece sonar “La Grange”; el regreso a la estética de la “pequeña vieja banda de Tejas” (como les gusta presentarse) en lo que parece ser que el bueno de Billy Gibbons finalmente aprendió la lección de que lo que habitualmente le salía bien (esos giros copernicanos que pusieron en órbita la carrera de ZZ Top en los ochenta y de los que renegaron sus fans más puristas) puede torcerse si los ingredientes no son los adecuados, como ocurrió con “Perfectamundo” (2015), en el que apostó por sonoridades latinas en un envoltorio demasiado moderno y, pese a no ser un mal disco, no cayó todo lo en gracia que debería (también es verdad que en este preciso momento que vivimos, el público no es tan tolerante como creemos y todavía le cuesta digerir que sus artistas favoritos quieran jugar con otros sabores). Quizá sea por ello que en “The Big Bad Blues” (2018), Billy no se ha complicado y ha tirado de fondo de armario; composiciones propias se mezclan con las de Gilly Stillwater, Jerome Green, Bo Diddley y Muddy Waters en un álbum que recuerda en los colores a “La Futura” (2012) pero en el que falta la cruda pegada de Rick Rubin, el bajo de Dusty y la batería de Beard y sobra, por qué no decirlo, el exceso de procesado en la voz del propio Gibbons al cual, los que le conocemos y hemos visto en directo en repetidas ocasiones, nunca le ha hecho falta y parte de su atractivo sigue siendo su aguardentoso toque (uno de esos puntos a favor del gurú Rubin, tan injustamente criticado a veces y su alejamiento de lo más artificial).
Pero no dejar de resultar llamativo que, en los ochenta, Gibbons, Dusty y Beard, tiñesen su música de sintetizadores para el horror de los seguidores tradicionales y ahora, en pleno 2018, Billy prefiera hacer lo propio con su voz y, sin embargo, haga un regreso de su música al sonido más clásico (el famoso “back to basics” tras el tibio recibimiento de “Perfectamundo”). Sin embargo, repetidas escuchas a “The Big Bad Blues” nos descubrirán un secreto aún mayor y es que tras sus slides, sus harmónicas y el abrasador sonido de la Pearly Gates de Gibbons, se esconde un producto terriblemente contemporáneo al que parece que se le ha querido lavar esa cara digital y se le ha añadido el polvo y el humo de tabaco posteriormente, para darle más sensación de añejo. ¿Funciona? Sí, claro que sí, tampoco hay que ser tan pejiguero pero es de justicia señalarlo, si lo que pretendemos es ser honestos, en el que, a pesar de esos pequeños defectos, podríamos entender como su mejor disco desde “Eliminator” (1983) o el mencionado “La Futura” (que nadie mente “Antenna”, “Rhythmeen”, “XXX” o “Mescalero” porque los disfruto mucho pero soy consciente de sus puntos negativos)
Es esa artificialidad la que impide el disfrute de la repetitiva “My Baby She Rocks” y de la que salvamos su guitarra, esa misma que suena tan hard en “Second Line” o literalmente parece llorar en “Standing Around Crying” de Muddy, pequeñas perlas en las que Gibbons saca lo mejor de sí mismo y nos transporta a otro lugar en el tiempo. El contraste no es tan exagerado entre las composiciones inmortales y las actuales del barbudo más querido por todos; así, la vacilona "Let the Left Hand Know" suena especialmente divertida, como la pesada "That's What She Said" o "Hollywood 151" en la que se le siente mucho más suelto y parece disfrutar a lomos de una guitarra que literalmente cruje.
"Bring It to Jerome" de Jerome Green suena como un tren de carga incorporándose a unos polvorientos raíles en mitad del Medio Oeste norteamericano y hace un bonito tándem con "Mo' Slower Blues" y su delicioso piano. El clásico que es "Rollin' and Tumblin'" y que otros grandes artistas han reinterpretado (desde Dylan a Clapton), suena especialmente vigoroso gracias al castigador sonido de su batería y suma a una despedida por Diddley en la que Gibbons se permite juguetear con los latinajos que tanto le gustan en "Crackin' Up".
Nada más que añadir a un álbum tan entretenido y que calma la sed de todos aquellos que nos consideramos seguidores de ZZ Top, pero por el que planea la sombra de la duda y que no es otra que la salud del entrañable Dusty y es que estos dos últimos discos en solitario de Gibbons parecen la lógica escapada de aquel que quiere salir de gira y disfrutar de los escenarios porque tiene su viejo y flamante coche en revisión permanente en el taller. Tan sólo espero que “The Big Bad Blues” funcione lo suficientemente bien como para que Gibbons pueda echarse a la carretera, que a ZZ Top todavía les queden unos años y, por supuesto, que la salud de Dusty sea tan buena como para que disfrutemos de sus pasos de baile de nuevo. Se les quiere y mucho.
© 2018 James Tonic