Hace muchos, muchos años, entre treinta y cuarenta, identificar a un ‘heavy’ era fácil (entendiendo por ‘heavy’ el ya denostado concepto de aquel que disfruta del comúnmente denominado heavy metal y lo hace suyo como forma de vida); unas bonitas y relucientemente blanco nuclear J'hayber, pantalón vaquero de pitillo (tan ajustado como el Spandex), chupa vaquera o de cuero repleta de parches, una camiseta de su banda favorita y una litrona. En pleno 2018, las cosas parecen haberse complicado un poco, el término ‘heavy’ ha caído en desuso y evoca una España rancia a través de una tribu urbana simpática pero anacrónica que pasó a mejor vida, la de nuestros hermanos mayores (para muchos, ya padres) y mutar a un término más de los noventa como ‘metalero’ bajo el que, veinticinco años más tarde, ya nadie quiere ser reconocido, por lo menos en nuestro idioma. Escribo todo esto porque ahora, para identificar a alguien que disfruta de los sonidos extremos, la cosa se ha complicado; la garrulez de antaño ha sido reemplazada por un esnobismo irritante en el que uno no parece completo sino posee un desnortado gusto musical. Chavales que no pasan de la treintena o no se les ha descolgado el huevo izquierdo todavía, aseguran saber y disfrutar del jazz de Coleman, de escuchar a Ígor Stravinski, dan clases de dodecafonismo, escuchan blues del delta y saben de música electrónica holandesa, conocen al dedillo el black metal noruego y el thrash de la Bay Area o el death sueco. En realidad, cuando rascas un poco en esta chavalería, cuando a ella la despojas de las medias de rejilla y a él le quitas la camiseta de Sunn O))) te entra el descojone cuando descubres que es todo una gran y enorme mentira, peor que la de aquellos que en los ochenta creían conocer el mundo y el universo a través de tan sólo cuatro referencias, Ozzy y Judas, Manowar y Motörhead, y pensaban que la música disco era para maricones. Otros tiempos, otras reglas y consideraciones sociales, pero culturalmente hemos ido a peor…
El suizo Manuel Gagneux es el responsable de este ardor y este celo, de este proyecto musical que empezó como una gran broma y sigue siendo una broma que nadie parece entender; desde aquellos que aseguran que es lo más grande que le ha pasado al metal, esos otros que te mentarán el góspel, el funk, el soul y el blues que no conocen para justificar un magnífico ejercicio de estilo de Gagneux bajo una premisa interesante (¿qué ocurriría si aquellos esclavos negros hubiesen abrazado a satán en lugar de a Jesús?) o esos otros que se tatúan el logo de la banda para conseguir una puta camiseta gratis en su puesto de merchan.
Lo que Gagneux parece faltarle es una mínima noción de historia. Es cierto que mucha de aquella población negra abrazó el cristianismo pero muchos, muchísimos de ellos que procedían de África Occidental trajeron sus propias creencias y de su sincretismo con el cristianismo nacieron el vudú practicado en Norteamérica y la santería en Sudamérica. Los cantos étnicos africanos y el cristianismo, el sufrimiento y la esclavitud (la pena; el blues), parieron nuevos géneros como el góspel o el blues y el ‘break’ del jazz, y trajeron nuevos vientos, el rock ‘n’ roll es hijo suyo, no habría rock sin blues. No habría black metal sin rock. Sin embargo, del paganismo, de otros sistemas de creencias, de cualquier otra religiosidad teísta-animista no hay manifestación musical alguna que haya sido capaz de dejar una huella, a través de la evolución de varios géneros, como el rock. Que no se le olvide a Manuel Gagneux, en ese deslavazado e infantil desconocimiento, que el rock es el verdadero diablo. Que si los esclavos hubiesen podido plantearse la dicotomía de elegir entre Jesús y Satanás es porque ya creían en algo. Que si hay algo más absurdo es un músico de raza negra queriendo mezclar el agua con el aceite, aunque sea conceptualmente, o un satanista de mentirijilla que elige a un señor con cuernos en vez de aquel otro con un triángulo, infantil de manual.
Lo cierto es que si la cosa funcionó con “Devil Is Fine” (2016) y se convirtió en todo un éxito en Bandcamp -que nadie mencione “Zeal And Ardor” (2014)- con “Stranger Fruit” encuentra el clímax y el reconocimiento masivo pero no la genialidad de su anterior entrega. Partamos de la base de que el título, en sí mismo, es toda una herejía musical y cultural, no de esas que trascienden y hieren sensibilidades (que ningún veinteañero se emocione) sino una de esas que causan sonrojo por la referencia a la canción de Abel Meeropol, que popularizó la eterna Billie Holiday. Fíjate que, amando la música más extrema, tengo cierto pudor cuando entiendo que “Strange Fruit”, la canción original, es una brutal denuncia de aquellas muertes y linchamientos a los negros en la América del Sur más cateta del siglo XIX y XX no me parecen una puta broma con la que titular un álbum a medio cocer como “Stranger Fruit”, es aún más ridículo pensar que Gagneux pueda considerarse a él mismo o su propia música como “una fruta más extraña” que aquella que los blancos colgaban de los árboles y dejaban morir. ¿Sabe Manuel, el lector o aquellos que asistirán a sus conciertos y se fotografían en Instagram con su vinilo que esas ‘frutas extrañas’ eran negros colgados de los árboles y la canción era tan jodidamente dura y polémica como para que Billie Holiday dudase de su interpretación? Lo digo porque, aunque Gagneux, así lo demuestra en sus entrevistas, muestra en ellas el mismo desconocimiento y una absurda resignación cuando asegura “son los tiempos que nos tocan vivir…” Semejante episodio nunca debería servir para bautizar una obra que no pretende denunciar nada de aquello sino servir como denominación de origen de la mezcla de dos subgéneros como son el metal y la música negra, pero allá cada cual con su cretinismo.
Producido por Zebo Adam y mezclado por el genial Kurt Ballou, “Stranger Fruit” suena bien, suena estupendamente bien. Tras la introducción, “Gravedigger’s Chant” y su piano evocan otra época y quizá en donde “Stranger Fruit” alcanza su mejor nota es en “Servants”, “Fire Motion” o en “Row Row” en donde sí parece hervir en la misma medida ambos ingredientes, como “Ship Of Fire” (magnífico Marco Von Allmen a la batería, repetiría exhibición tras los parches en “Waste”), “We Can’t Be Found” y la desgarrada y final “Built On Ashes”. Pero si “Stranger Fruit” posee sus aciertos también sus fracasos y son los que lastran inevitablemente su escucha y disfrute; los interludios “Solve”, “Hermit” y la pedorra “The Fool” no aportan absolutamente nada, “You Ain’t Coming Back” naufraga sin inspiración, como la propia y absurdísima “Stranger Fruit” o “Coagula” (que sí, que cojo la máxima alquímica de “Solve et coagula” pero es que en el mundo de Manuel Gagneux parece todo de una inspiración tan, tan infantil, tan buscada y poco desarrollada que causa risilla floja)
Pero, entonces, ¿porqué de mi baja consideración a pesar de escucharlo o haber asistido a uno de sus conciertos? ¿por qué de mi escasa apreciación hacia “Stranger Fruit” si hay buenas ideas y canciones en sus surcos? Muy sencillo, el envoltorio funciona, suena bien y está respaldado por Ballou, Gagneux canta de manera correcta y, aunque el concepto es atractivo, su poca pericia para defenderlo y mezclar de aquí y de allá no es suficiente para defenestrarlo excepto que estamos hablando de un europeo jugando a interpretar subgéneros plenamente norteamericanos y allá donde el ejercicio funciona, sin embargo, su labor no hace nada por ellos. El mestizaje de Gagneux no mejora, ni lleva más allá ni el metal (death, black, sludge, llámalo como te venga en gana) y tampoco el góspel, el blues o el soul. Su idea, aunque interesante, no parirá nada nuevo semejante a lo que la fe y la desesperanza de aquellos que perdían la vida hicieron por la música, justo por lo que Gagneux está aquí y pasará, como muchos otros. El hype de este año, ni lo dudes, lo hablamos y reímos dentro de diez, entre cervezas y sin tanto drama…
© 2018 Jack Ermeister