SETLIST: Things Have Changed/ It Ain't Me, Babe/ Highway 61 Revisited/ Simple Twist of Fate/ Summer Days/ The September of My Years/ Melancholy Mood/ Honest With Me/ High Water (For Charley Patton)/ Tryin' to Get to Heaven/ Once Upon a Time/ Full Moon and Empty Arms/ Pay in Blood/ Tangled Up in Blue/ Soon After Midnight/ Early Roman Kings/ Desolation Row/ Spirit on the Water/ Thunder on the Mountain/ Autumn Leaves/ Love Sick/ Blowin' in the Wind/ Ballad of a Thin Man/
Hay dos tipos de dylanitas en el mundo; aquellos que sueñan con acompañar a Dylan a lo largo de esa eterna gira en la que lleva ya envuelto décadas y esos otros que, simplemente, lo hacen. Hace más de veinte años que escucho sus discos de manera consciente y crónica (porque en mi casa, como en la de muchos, su música ya sonaba desde antes de que yo decidiese pinchar una de sus canciones y hablase con familiaridad de “Blonde On Blonde” o “Modern Times”) y acudo religiosamente a sus conciertos y, pese a verle en más de una ocasión cada vez que nos visita, me resultaba del todo imposible no acudir a sus tres noches madrileñas como consuelo a la imposibilidad de seguirle en todas sus fechas. Antes de continuar con mi humilde crónica he de aclarar varios puntos; el primero es que dylanita no es un adjetivo del todo amable para referirse a esos seguidores de fe ciega para los que seguramente, el que escribe estas líneas, tampoco lo sea y, segundo; quizá lo más importante, acudir a ver a Dylan tres noches seguidas no es un disparate sino una cita ineludible.
Pero ha sido en esta última visita en la que he tenido que enfrentarme quizá con la realidad más dura y no es la del paso de los años en su voz o su santo genio (no ingenio, que también) por el cual parece darle igual completamente todo mientras disfruta yendo a contracorriente, sino con la absoluta certeza de que años y años de incultura musical en este país no pueden solucionarse con todo el ancho de banda del mundo y el conocimiento buscado en Wikipedia, el público español, nuestro público (salvo excepciones, seguramente tú que lees esta crítica…), es profundamente zafio e ignorante, tanto como para seguir cuestionando la calidad o relevancia de Dylan por un requiebre en la voz o el mal sonido del que hizo gala el auditorio, los técnicos o la madre de todos ellos ante la desesperación palpable de Dylan y su banda que tuvo que bregar contra ello.
Durante los últimos días me he cruzado, virtual y físicamente, con gente que afirmaba no conocer más canciones que las más populares; asistir a alguno de estos conciertos por aquella imbecilidad de ver a un Nobel sobre un escenario, aquellos de expresión bovina que aseguraban que Dylan no ha publicado un disco digno desde “Blood On The Tracks” de 1975 (ignorando quizá, desde su humilde punto de vista, obras como “Desire”, “Street Legal”, “Oh Mercy”, “Time Out Of Mind” o el reciente “Modern Times” y, por supuesto, “The Basement Tapes”, entre otras), esos otros que juran que la banda de acompañamiento no está al nivel; no sé a cuál se refieren pero estamos hablando del mítico Tony Garnier (sospechoso habitual de Dylan y muy querido por todos nosotros), Charlie Sexton, Stu Kimball, Donnie Herron y George Receli; y es que a veces es mejor callarse y parecer inteligente a abrir la boca y disipar toda duda. O, la mejor de todas las cositas que he escuchado y son aquellos que nos advertían a la entrada de la pérdida de voz de Dylan (por favor, que alguien me diga cuando fue Freddie Mercury y su voz, ese arrastrado y nasal fraseo tan característico, tuvo más importancia que sus palabras) o salían decepcionados porque del Dylan que ellos recordaban ya no queda nada y el viejo, arisco y huraño Bob no les saluda, no parece deberles la vida por el pago de una entrada, no bromea o chapurrea en español, no se molesta en ocultar el paso del tiempo y tiñe sus rizos de negro zaino, no ha pasado por quirófano y no canta “Mr. Tambourine Man” con armónica y guitarra en ristre, emulando a aquel que una vez fue porque, maldita sea, lo que le ha costado quitarse de encima esa y todas las pasadas encarnaciones artísticas sufridas a lo largo de su carrera, como para creer que ahora le debe algo a alguien, excepto a su talento.
Aquel que se sienta decepcionado al salir de un concierto suyo es porque no sabe nada de Dylan (valga la redundancia) y va a encontrarse consigo mismo en lugar de hacerlo con un artista vivo que no busca la nostalgia, sino que plantea su música como una huida hacia adelante, como esos músicos ambulantes que dejan la ciudad por la noche para dirigirse a otra, quemando la suela de sus zapatos hasta morir en la carretera.
Y a mí, todas esas actitudes de cuestionamiento a Dylan me resultan profundamente catetas, similar a las de aquella visita de Sinatra a nuestro país en el 86 en la que una España sedienta de modernez, en plena movida madrileña, le recibió de manera destemplada, como si perteneciese a otra época y representase el capitalismo yanqui más rancio. Puede parecer una comparación forzada, pero es la sensación que uno tiene cuando escucha algunos comentarios y contempla a Dylan sobre las tablas frente a un público variopinto en el que muchos jóvenes entenderán que es cosa del pasado, que no pertenece a este siglo; sin embargo, pocos elogios podrían agradarle más a Dylan. Como le aseguraba a uno de nuestros lectores acerca de la polémica desatada por la entrega del Nobel y sempiterno cuestionamiento; el problema con Dylan es que todo el mundo cree conocerle y se permite el lujo de opinar (por aquello de que su influencia, como la de otras leyendas, es tan grande como para formar parte del tiempo) pero en realidad, excepto aquellos que le escuchan a propósito, pocos parecen saber de él o entender su forma de ser.
Y es verdad que Dylan mostró lo mejor de sí mismo en sus tres noches madrileñas pero también entiendo a aquellos que en la segunda noche, por ejemplo, se quejaron del sonido y salieron decepcionados tras los constantes acoples y la prematura muerte del micrófono de Dylan que, renqueando durante toda la actuación, dejó de sonar en “Thunder On The Mountain” y, tras diez minutos de espera, nos devolvió a los músicos para unos escuetos bises de “Blowin’ In The Wind” y “Ballad Of A Thin Man”, habiéndonos perdido una de las versiones que regala o su magnífica interpretación de “Love Sick”, con un Dylan más que enfadado por los constantes problemas de sonido. Increíble que todo ello ocurriese precisamente en el Auditorio Nacional y que unos echasen la culpa a otros, como siempre ocurre en estos casos.
Tres conciertos en los que el cuerpo central no sufrió excesivas variaciones, las tres noches arrancaron con “Things Have Changed”, una versión con la que disfruté de cada uno de sus versos. En su primera noche, por ejemplo, la excitación del público por el reencuentro con Dylan fue algo más que palpable, el patio de butacas vibraba con cada una de sus canciones. “It Ain’t Me Babe” o la trotona “Highway 61 Revisited” fueron versionadas con maestría, mientras “Simple Twist Of Fate” arrancó un clamor en sus primeros versos en cada una de las interpretaciones, cuando fue reconocida (todo un ejercicio para el no iniciado). “Summer Days” sonó más cercana a la original y el micrófono de Dylan se apagó en la primera noche, pero no hay nada que las palmas del público no puedan solucionar y así de emocionante fue que “The September Of My Years” (por favor, que alguien recupere el álbum de Sinatra del 65, una auténtica joya) sonó cálida y nos reconfortó a todos, “Melancholy Mood” en los últimos dos conciertos. “Honest With Me” sonó en dos ocasiones, siendo sustituida por “High Water” en la última noche, como “Trying To Get To Heaven” nos llevó a “Time Out Of Mind” (un disco al que Dylan le debe mucho, nada más y nada menos que su resurrección artística en los noventa). “Tangled Up In Blue” se convirtió en un blues arrastrado con toques de soul y pub nocturno, a la que continuó “Soon After Midnight” o esa revisión de Muddy Waters que es “Early Roman Kings”.
Pero la mayor sorpresa de todas fue “Desolation Row”, no solo por el placer que supone reencontrarse en directo con el épico poema que es sino por la gloriosa interpretación de un Dylan que, en su tercera noche (tras el desastre de la anterior) y más seguro que nunca, se sorprendió de la respuesta del público e interpretó la canción, en sus doce minutos (sin recorte alguno), a base de palmas y completamente entregado, siguiendo al público, dejándonos entrar en el estribillo. Tal fue el clímax, el estallido del público al verle saliéndose de su papel, que el propio Dylan rompió a reír mirando a Garnier y remató el relato de “Desolation Row” con todo el auditorio en pie y él, increíble, dando las gracias a todos los allí presentes que nos sentimos parte de la historia.
“Spirit On The Water” bebió de las manos de Nina Simone y su piano juguetón, como “Thunder On The Mountain” nos mostró a una banda a la carrera siguiendo al maestro de ceremonias que enlazó con dos versiones, “Full Moon And Empty Arms” o la preciosa “Autumn Leaves” de Yves Montand dieron paso al dolor hecho canción, al hastío del amor y el desengaño, la crudísima “Love Sick” precedió a una de mis favoritas, “Ballad Of A Thin Man”, con un Dylan que se molestó en recitar las estrofas con una claridad pasmosa, que nadie se equivoque al seguirle; “You walk into the room with your pencil in your hand. You see somebody naked and you say, "Who is that man?" You try so hard but you don't understand Just what you will say when you get home. Because something is happening here but you don't know what it is Do you, Mr. Jones?”. En su tercera noche, la mejor de todas (aquella por la que muchos recordaremos esta visita y quizá todas las veces que hemos asistido a uno de sus conciertos), Dylan volvió a levantarse y con él todo el patio de butacas que rompió a aplaudir. Como anécdota, tras la despedida de rigor, cuando Dylan abandonaba el auditorio, miró hacia el lateral más ruidoso (que quedábamos a su izquierda) y levantó las manos en agradecimiento, llevándoselas al pecho, faltándole salir en hombros, mientras todos allí nos resistíamos a dejar de aplaudir o abandonar nuestro asiento.
De sus tres noches en Madrid me quedo con una gran cantidad de recuerdos, algunos importantes e imborrables; como cuando todo el auditorio jaleamos “Summer Days” a golpe de palmas, como si de un bareto se tratase, y le arrancamos una sonrisa de satisfacción, la aguerrida y acertadísima interpretación de “Ballad Of A Thin Man” en todas y cada una de las noches, con un Dylan soberbio en su fraseo, o esa tercera noche que nos elevó por encima de las nubes y la mitomanía a la enésima potencia cuando a la salida de su concierto, en mi coche atronaba “Highway 61 Revisited” y en el semáforo (Príncipe de Vergara con María de Molina), adiviné su silueta tras los cristales de dos monovolúmenes negros, a Garnier a medio metro de mí, mientras ambos coches aceleraban en direcciones diferentes y el suyo se perdía en las tripas de un Madrid hambriento.
© 2018 Jesús Cano