Crítica: Stone Temple Pilots "Stone Temple Pilots"

Lo que muchos le echaremos en cara siempre a Stone Temple Pilots es ese seguir hacia delante aún con la pérdida de Scott Weiland pero lo que el tiempo nunca nos dijo es que, según fuésemos cumpliendo años, entenderíamos ambas posturas; tanto aquella de no seguir, como esa otra y muy diferente de hacerlo pese a todo. Ejemplos de ambos casos los hay a patadas y luego, aparte, está el de Alice In Chains y la enorme dignidad en su reencarnación con William Duvall en la cual no hay un cantante emulando a Layne Staley o, por el contrario, alguien que arruine su legado sino que Cantrell ha logrado el dificilísimo equilibrio entre el homenaje, el respeto y continuar con el mismo nombre, lidiando cada noche con “Rooster” o “Man In The Box”, sin caer en el esperpento.

Pero quizá, lo peor de este innecesario “Stone Temple Pilots” (segundo álbum sin nombre, tras aquel del 2010) es la clara demostración de que los hermanos de DeLeo y Eric Kretz no tiene el suficiente gancho, el suficiente talento y el peso de la banda correspondía al difunto Weiland. Una cara (por su genialidad) y una cruz (por sus adicciones) que se evidenció en proyectos anodinos como “Art of Anarchy” (2015) y discos fácilmente olvidables como ese “Blaster” (2015) pero también una banda que le permitió de nuevo subirse a los grandes escenarios de medio mundo, como es el caso de Velvet Revolver y su resultón “Contraband” (2004) que devino en el flojito “Libertad” (2003) y más problemas de Weiland que llevó a la banda a la separación o, algo mucho peor, la grabación de un tercer álbum con Corey Taylor a las voces que, parece ser, guarda polvo en los sótanos de Slash o Duff.

Y es que Stone Temple Pilots fueron un producto de su época y, como tal, murieron en aquella, “Core” (1992) y el genial “Purple” (1994) les encumbraron ante un público sediento de la marca comercial denominada “grunge” y les granjeó el desprecio de compañeros y aquellos seguidores más fundamentalistas que les veían como un producto, como unos advenedizos que se habían subido al carro del sonido Seattle, siendo de San Diego. “Tiny Music... Songs from the Vatican Gift Shop” (1996) mantenía el tipo tras la muerte de Cobain y en el mágico y cautivador “Nº4” (1999), mi favorito, parecían despedirse de todos con un sonido oscuro, grueso y glam repleto de rímel y cuero, para hacerlo definitivamente con un tibio “Shangri-La Dee Da” (2001) que debería haber sido realmente el último. Por el camino, la innecesaria colaboración con el también tristemente desaparecido Chester Bennington y la carrera por conseguir un cantante y olvidarse de su dependencia de Weiland. El destino quiso que el 3 de diciembre del 2015, el corazón de este dejase de latir y con él y el forzoso y temporal luto de los hermanos DeLeo, la aprobación, el visto bueno para seguir con su proyecto porque ya quedó patente que continuar con Stone Temple Pilots en el mismo mundo que Scott Weiland era jodidamente difícil, lo demostraron sus cinco años de silencio tras aquel poco aceptado EP llamado “High Rise” (2013).

Quizá sea porque su nuevo cantante, Jeff Gutt, procede de un concurso televisivo que para los amantes de la música es poco menos que sinónimo de “televisión basura”, como es The X Factor o porque, a pesar de cantar bien, le falta el poso de Weiland, que este álbum de regreso, sin sonar mal, no termina de convencer. No hay lugar para el existencialismo de Weiland, no hay adicciones o perdedores en sus canciones, no hay mujeres inalcanzables ni amargos relatos, el séptimo estudio de Stone Temple Pilots se abre con un rocanrol fácil a modo de presentación, “Middle Of Nowhere” y una guitarra slide fronteriza, la de “Guilty”. El espíritu de Weiland sobrevuela, nuestra cabeza piensa en lo bien que a alguna de estas canciones le habría sentado su voz para, acto seguido, darnos cuenta de que son igual de mediocres que las que integraban su también álbum homónimo de 2010 y que Gutt, el pobre de Gutt, lo hace lo mejor que sabe; así lo demuestra en “Meadow” en la que escuchamos lo parecido de su timbre con el de Scott. Bostezaremos con “Just A Little Lie” o “Six Eight” y su forzadísimo riff o la ingenuidad en unos tipos con el bagaje vivido en "Thought She'd Be Mine", que sonaría bastante más creíble en la voz de Weiland que en la Gutt. Inevitable acordarse de él constantemente...

El single “Roll Me Under” es puro Temple Pilots; es cierto, pero sin ese ingrediente de peligro, como la voz de Gutt en “Never Enough” que parece estar sonando a través de un megáfono, por mucho que él se resista a utilizarlo en escena por aquello de las comparaciones. "The Art of Letting Go", como aquella "Thought She'd Be Mine", nos desvela a unos Stone Temple Pilots sin identidad (menos mal que la guitarra de Dean DeLeo sigue siendo la seña de identidad de su sonido), aburridísimo es el complaciente final con “Final Hour”, “Good Shoes” o la acústica “Reds & Blues” en la que, de nuevo, las comparaciones son odiosas.

Recuerdo como si fuese ayer, pero han pasado catorce años, la noche en la que Velvet Revolver actuaban en Madrid, era la sala La Riviera, todo agotado por ver a Weiland con Slash, Duff y Sorum. Yo era un chaval que adoraba a los Pilots y, por aquello del fanatismo, estuve esperando a Weiland a la entrada del local. Slash y Duff estaban ya dentro y faltaba un minuto para que empezase el concierto, una furgoneta blanca con los cristales tintados llegó a toda velocidad, derrapó y de su interior saltó Scott Weiland vistiéndose que, aún teniendo prisa sacó un par de minutos y mostró una sonrisa cuando me vio en la puerta con mi camiseta de STP. No tuvo más remedio que acercarse mientras toda la sala pitaba porque la banda saliese. Me firmó “Nº4”, me dio un apretón de manos mientras me miraba a los ojos y me daba las gracias por comprar su música. Dos minutos más tarde sonaba “Sucker Train Blues” y yo estaba en una puta nube, es por eso que escuchar canciones como “Guilty” o “Meadow”, en mi caso, es poco menos que cometer una traición, es una estupidez sin sentido cuando a esta banda lo que le falta es su alma.


© 2018 Jim Tonic