Recuerdo una actuación de White Stripes, seguramente la última que hubo en nuestro país, cuando tuve sentimientos encontrados en momentos muy puntuales en los cuales creí estar viendo a una gran banda y otros a toda una tomadura de pelo elevada a la enésima potencia, con Meg pidiendo disculpas por una espantada prematura de Jack del escenario y este huyendo con su fino bigotito italiano y sombrerito cordobés. A partir de entonces, esa sensación me ha rondado constantemente y, seamos sinceros, los últimos pasos de Jack White no han sido excepcionalmente limpios, tanto como para que haya un gran consenso con su obra y crítica y público coincidan en su juicio. De los lanzamientos póstumos de The White Stripes a la estupidez de Jack White pisando su guitarra o haciendo el ridículo en aquel desgraciado documental, titulado “It Might Get Loud”, hay que sumarle una carrera en solitario que nos la han pretendido vender, maquillada con el eufemismo de lo ecléctico o lo auténtico, cuando lo único que hemos escuchado son discos irregulares, con tantos aciertos como defectos; siendo “Blunderbuss” (2012) de lo mejor de White si lo comparamos con lo que ha venido detrás, el frío y desangelado “Lazaretto” (2014) y esa revisión de la posmodernidad más rancia y, por fin, una pequeña y amable sorpresa como fueron las “Acoustic Recordings 1998-2016 (2016) a la que ahora hay que añadir este “Boarding House Reach” del que, madre mía, he tenido que leer descabelladas comparaciones con Captain Beefheart cuando es un álbum parido a base de descartes, experimentos, falta de contención o autocrítica, con la clara vocación de convertirse en la referencia excéntrica y obligada de la carrera de un White cuya mejor obra es él mismo.
“Connected By Love”, como prácticamente el resto del álbum, es una amalgama de influencias y homenajes velados, un sintetizador post-punk, un gayo desgarrado y un estribillo terriblemente pop e insustancial que sería el inicio, la introducción de cualquier álbum que quiera intentar remontar el vuelo. Lo malo es que tras ella, “Why Walk A Dog?” es tan decepcionante en su ejercicio de encapsular el soul en dos minutos, con una letra tan ridícula, que nos deja sin fuerzas para “Corporation” con White calzándose un zapato de fusión y el otro de funky de palo, en el que la tristeza se adueña de nuestro oído con ese interludio que es “Abulia And Akrasia”, esa suprema idiotez de “Hypermisophoniac” o el clímax de “Ice Station Zebra” con White rapeando la sintonía de un programa infantil y jugando a ser el Dylan más surrealista con versos como: “If Joe Blow says, ‘Yo, you paint like Caravaggio’ You respond, ‘No, that’s an insult, Joe…!”, en la que sentimos que la broma ha ido demasiado lejos y White hace mucho tiempo que parece perdido en su propio mundo, el riff de “Over And Over And Over” es lo único salvable de la última triada, con un estribillo puramente zappiano. El verdadero problema es que la música de Zappa mostraba su inteligente mirada crítica a través de su absurdísimo y surrealista sentido del humor, en el caso de White es inversamente proporcional: la pretendida búsqueda de originalidad oculta un dudoso gusto estético pero no desvela inteligencia crítica alguna sino pretenciosidad en esos versos saqueados de titanes de los setenta.
Más fragmentos, "Everything You've Ever Learned" y experimentos como “Respect Commander” que parecen ensayos sobreproducidos. Famélicos intentos de emotividad, “Ezmeralda Steals The Show”, el soporífero pasaje de pura egolatría que es “Get in the Mind Shaft”, el country prefabricado, de mentirijilla, de “What’s Done Is Done” o la adaptación de esa nana que es “Humoresque” como desesperante broche final de un álbum breve que se hace excepcionalmente largo y extenuante.
En esta decepcionante relación entre artista y público, no puedo menos que culparme a mí mismo por masoquista. Cada dos años acudo fiel a mi cita con White como si algo hubiese cambiado entre nosotros, como si White no estuviese creciendo asalvajado, mimado por la crítica más exclusiva y comprendido por esos fans tan esnobs que serían capaces de tolerar una flatulencia de su ídolo mientras sonase a través de un amplificador vintage de los años sesenta. White ha firmado su peor álbum hasta la fecha y a nadie parece importarle lo suficiente mientras se suceden vergonzosas comparaciones con Don Van Vliet, Funkadelic o Prince. Blando, amorfo, inconsistente, irritante, ridículo y, lo peor de todo; la culpa es nuestra por seguirle la corriente y alimentar el monstruo de la mediocridad.
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