Lo resumiré en una sola frase, el mejor álbum de Roger Waters desde “Amused To Death” (1992) merece la pena tan sólo por los treinta segundos con los que abre “Déjà Vu” y toda la socarronería y acidez de un artista que lejos de pretenciosidad que muchos le presuponen, se calza la chaqueta de la edad y fantasea con lo que haría si fuese Dios, aceptando que evidentemente no lo es aunque muchos le encumbremos contínuamente. ¿Grandes propósitos o cambios? No, tan sólo una mayor capacidad para disimular los efectos del alcohol en la cara como anestesia diaria a lo que no nos gusta. Un álbum producido por el gurú Nigel Goldrich, aquel al que algunos se encomiendan tras sus trabajos con Radiohead, y en el que no faltan ninguno de los elementos que todo seguidor de Pink Floyd reconoceremos y que Waters, lejos de distanciarse o intentar disimular, se baña con la confianza de aquel que juega en terreno conocido. Es verdad que durante todo el álbum no serán pocos los momentos en los que sentiremos que la evidencia es exagerada pero seamos honestos, ¿acaso no es esto mismo lo que le pedíamos a Gilmour desde que recuperase a su famosa Black Strat? ¿no es cierto que los discos en solitario del guitarrista venden infinitamente más con la consabida pegatina de “el sonido de Pink Floyd” relegando por completo al cerebro y el fraseo más famoso de Waters?
Es ahora el momento en el que me descubro, amo a Floyd (cualquiera de las épocas y encarnaciones) y he comprado y escuchado religiosamente los esfuerzos en solitario de Waters y Gilmour (con todo lo bueno y lo malo de ambos, que es mucho) pero, a pesar de disfrutar de la época post-waters, he de reconocer que soy de su religión hasta la médula. No es que considere que los mejores trabajos de Floyd fueron los que incluían el binomio Waters/ Gilmour y que ambos, como Lennon y McCartney (tan sólo por poner un ejemplo muy evidente, por supuesto), se necesitan para desvelarnos las dos caras de una moneda que se muestra excesivamente caústica o dulzona en ausencia del uno o del otro, sino que siempre me ha gustado la gente con sangre, que va de frente, y mientras que Waters es víscera, en Gilmour me encuentro siempre la blandura de un lobo con piel de cordero, un músico verdaderamente genial (un arquitecto del sonido) pero un compositor al que le falta su némesis. Un tipo que va de lado y que no dudará en esquivar a sus admiradores mientras Waters les planta cara y estampa su firma a lo largo y ancho de todo el vinilo, evitando que otro Floyd se atreva a mancillar la obra que él, por derecho propio, considera suya.
Pero tampoco he perdido el norte, sé que mi querido Waters es capaz de lo sublime pero también de lo mediocre y que la grandilocuencia, además de sus obsesiones y paranoias, han evitado que se desarrolle como músico tras la separación de Floyd. Y es que no se me olvida que si este “Is This the Life We Really Want?” es su mejor álbum desde “Amused To Death” es, aparte de su genialidad, porque tampoco ha publicado otro a excepción la ópera “Ça Ira” (2005), y varios directos y lanzamientos todo derivados de la banda que le dio a conocer. Tampoco puedo considerar a “Music From The Body” (1970) como un debut propiamente dicho, mientras que “Radio K•A•O•S” (1987) pierde fuelle si lo comparamos con “The Pros and Cons of Hitch Hiking” (1984). Como tampoco se me olvida que el debut de Gilmour en 1978 es una maravilla, como “On An Island” (2006) pero, sin embargo, el desnortadísimo “Rattle That Lock” parece una bonita e inofensiva colcha pero hecha, al fin y al cabo, de retales y palidece frente a este “Is This the Life We Really Want?”.
Vale, la introducción de “When We Were Young” parece salida de “The Dark Side Of The Moon” (1973) como podríamos cantar “Pigs on the Wing Part 1” sobre “Déjà Vu”, es verdad, pero es que estamos hablando de las mismas manos y el mismo compositor, además entiendo que Waters tiene una intención y es la de tender un puente entre ayer y hoy; aquello que le disgustaba hace la friolera de cuarenta y cuatro años ya no es lo mismo pero siente la misma rabia por todo lo que está ocurriendo. Además, es imposible no emocionarse con la inflexión en su voz y cómo eleva el tono hasta quebrarlo.
Prosiguen sus fantasmas personales en canciones como “The Last Refugee” pero quizá más accesibles como cuando en “Picture That” suena a “Meddle” (1971) por los cuatro costados y en ella echaremos de menos la abrasadora presencia del slide de Gilmour en “One of These Days” pero, a cambio, tenemos momentos de insondable belleza gracias a la batería de teclados y sintetizadores como ese arreglo (bendito David Campbell) que parece armar la composición en el cuarto minuto. Igual que en “Broken Bones” la ensalzan y apoyan el lamento a Waters, librándola de lo que podría haber sido tan sólo un interludio folkie a modo de introducción de la cinemática “Is This the Life We Really Want?” que recuerda a esas narraciones, como “Leaving Beirut”, que tanto gustan a Waters.
Los sintetizadores se apropiaran de “Bird In A Gale” hasta convertirla en cinco minutos obsesivos que, por supuesto, a todos nos recordarán a “On Th Run” en un álbum que parece el hermano menor entre aquel del 73 y “Wish You Were Here” (1975) pero lejos de la soberbia genialidad de aquellos, por supuesto. “The Most Beautiful Girl” es quizá la más flojita del conjunto como la inspirada por el terrible momento actual, “Smell the Roses”, suena demasiado a versión remozada de “Welcome To The Machine” (algo a lo que, por otro lado, tampoco veo inconveniente cuando entendemos que es el mismo compositor), algo parecido nos ocurrirá con “Oceans Apart” y ese sabor a “Mother”.
Y para rematar, el poema musicalizado que es “Wait For Her” o la bonita “Part Of Me Died” (con el recuerdo de “The Tide Is Turning”) que servirá para despedir el álbum.
Un magnífico esfuerzo, atrevido, valiente pero también nostálgico, una capacidad compositiva tan sólo igualable a su talento en el apartado letrístico y en el que sólo soy capaz de hacerme una pregunta; ¿qué habría sido de este disco si hubiese participado Gilmour en él? ¿Seríamos capaces de imaginar lo mejor de “On An Island” y lo mejor de “Is This the Life We Really Want?” en un mismo vinilo mezclado con la belleza del difunto Wright a los teclados y la inevitable presencia de Mason? Tan sólo nos queda soñar; de cualquier forma, Waters puede presumir de haber publicado un álbum notable y seguro que la satisfacción es doble para alguien que lleva años reclamando el cetro de Floyd sin haber dado muestras de su genio en un cuarto de siglo, por otro lado, tampoco le hacía falta para que muchos le admirásemos. Waters es Floyd, como Floyd es Waters, le pese a quien le pese, no a mí…
© 20167 Jim Tonic