SETLIST: Celtic Swing/ Close for the Jazz/ Brown Eyed Girl/ Days Like This/ Precious Time/ Baby Please Don't Go-Parchment Farm - Cry Cry Baby/ That's Life/ If You Only Knew/ Early in the Morning-Rock Me Baby/Thin Twice Before You Go/ I Believe to my Soul (Ray Charles)/ Moondance/ Enlightenment/ In the Afternoon/ Magic Time/ Sometimes I Feel Like a Motherless Child (Paul Robeson)/ Whenever God Shines His Light/ Help Me (Sonny Boy Williamson)/ Ballerina
Mi primer recuerdo de Van Morrison se remonta a mi más tierna adolescencia cuando, en una calurosa tarde de primavera, mis padres me regalaron una copia de "The Last Waltz" de Scorsese y, entre aquel elenco de artistas (de los cuales, mi favorito ya era Dylan y The Band o un cocainómano Neil Young al cual tuvieron que eliminar los rastros de polvo blanco de los orificios de la nariz en posproducción sobre el negativo cuando todavía no había medio digital alguno), aparecía en escena un fondoncillo irlandés vestido de pijama color vino con algunas lentejuelas y, sin esfuerzo, arrancaba una vigorosa versión de "Caravan". Entre aquella vez y este martes en Madrid han pasado muchos años coleccionando sus discos, viéndole en directo, incluyendo un desencuentro en persona en los estudios de Dublín de U2 y ensayando día y noche con mi propio banda -más mal que bien- temas como "The Way Young Lovers Do" o "Sweet Thing". Van Morrison no es ningún desconocido para mí pero las reglas del juego han cambiado en los últimos años en todos los sentidos y, si bien poco queda de aquel chaval que le descubrió y se quedó prendado de discos como "Astral Weeks" (1968), "Moondance" (1970), "Veedon Fleece" (1974) e incluso defendía a capa y espada "Days Like This" (1995), "The Healing Game" (1997) y, perdónenme por ello; el mediocre "What's Wrong With This Picture?" del 2003 (que en Madrid presentó en la pequeña sala La Riviera), de aquel Van Morrison no es que haya mucho más sino que ha quedado lo peor de su figura en unos años en que los artistas, pequeños y grandes, deben entender que la carretera y salir de gira es dónde está el dinero mientras que la compra de los álbumes se limite al puro fetichismo y el orgullo de poseer y el resto se conformen con bajárselos de internet a 320kbps en el mejor de los casos. Morrison vive anclado en sus propias convicciones, esas que desde hace treinta años le fuerzan a evitar las giras pero sí dar unos pocos conciertos, a capricho, por Europa con entradas a precios desorbitados, subir y abandonar un escenario como si fichase en una fábrica con un respeto nulo por sus músicos y público, ese mismo que le mira embobado justificándole cada movimiento.
Pero es que, la aceptación de esos defectos que hace dos décadas digería gustosamente a contrapeso de sus virtudes (como si el talento fuese la cara de una cruz como es un carácter indómito), después de dos décadas de una irregular discografía (de la que tan sólo soy capaz de poner la mano en el fuego por un tibio "Magic Time" (2005) y el imprescindible "The Philosopher's Stone" de 1998 (que no es más que un recopilatorio) y su, cada vez más insoportable, genio en directo, hacen que -escándalos aparte como los de su supuesto hijo- su figura me repela; no por su indudable talento sino por su racanería artística. Todos, desde un huraño Dylan que se arrodilló en España a recoger las flores que le tiraron al escenario, reverenció al público, sonrío y se llevo el puño al corazón o un encantador y agradecido Leonard Cohen, entienden que, ahora más que nunca, el directo es la carretera en donde terminan de forjar su leyenda, por mucho que nos sorprenda. Que de poco sirve que hayas firmado un Saint Dominic's Preview (1972) o un "Into the Music" (1979) que la foto que pervivirá de ti para todos aquellos que te vieron tu última vez fue la de un septuagenario encabronado huyendo por el lateral izquierdo del escenario, como cuando Elvis se bajaba del escenario mientras la banda continuaba tocando, evitando así cualquier encontronazo o un inesperado e incómodo baño de masas, para que la megafonía anunciase con las luces ya encendidas el mítico "Elvis has left the building", como si Dios hubiese abandonado el mundo a su suerte.
Pero es que, la aceptación de esos defectos que hace dos décadas digería gustosamente a contrapeso de sus virtudes (como si el talento fuese la cara de una cruz como es un carácter indómito), después de dos décadas de una irregular discografía (de la que tan sólo soy capaz de poner la mano en el fuego por un tibio "Magic Time" (2005) y el imprescindible "The Philosopher's Stone" de 1998 (que no es más que un recopilatorio) y su, cada vez más insoportable, genio en directo, hacen que -escándalos aparte como los de su supuesto hijo- su figura me repela; no por su indudable talento sino por su racanería artística. Todos, desde un huraño Dylan que se arrodilló en España a recoger las flores que le tiraron al escenario, reverenció al público, sonrío y se llevo el puño al corazón o un encantador y agradecido Leonard Cohen, entienden que, ahora más que nunca, el directo es la carretera en donde terminan de forjar su leyenda, por mucho que nos sorprenda. Que de poco sirve que hayas firmado un Saint Dominic's Preview (1972) o un "Into the Music" (1979) que la foto que pervivirá de ti para todos aquellos que te vieron tu última vez fue la de un septuagenario encabronado huyendo por el lateral izquierdo del escenario, como cuando Elvis se bajaba del escenario mientras la banda continuaba tocando, evitando así cualquier encontronazo o un inesperado e incómodo baño de masas, para que la megafonía anunciase con las luces ya encendidas el mítico "Elvis has left the building", como si Dios hubiese abandonado el mundo a su suerte.
Este martes en Madrid nadie anunció la salida de Morrison, ni siquiera él mismo, fueron los roadies recogiendo el escenario y el fogonazo del Circo Price iluminando la estancia los que nos confirmaron que aquello había acabado, con los músicos con cara de póquer y Van Morrison en su hotel maldiciendo la noche o esperándoles tras el escenario para darles un penúltimo rapapolvo. La cita pintaba bien, el día anterior Allen Toussaint había dado el último concierto de su vida en Madrid, abandonando tristemente este mundo en mitad de la noche y de camino al Hospital Fundación Jiménez Díaz. No crean que soy un iluso que pensaba que Morrison diría algo por él o siquiera le presentaría sus respetos en forma de homenaje pero, mientras esperaba a que el norilandés tomase el escenario, reflexionaba sobre Toussaint, quien se crió siendo negro en la Luisiana de primeros del siglo pasado, sobrevivió y rehizo su vida tras el Katrina en Nueva Orleans para terminar siendo reconocido por su talento, ¿sabría que su última parada sería en Madrid? ¿Tendría un pálpito cuando se subió al escenario o bajo de él? Lo cierto es que en las crónicas del día siguiente, ningún periodista mencionaba un sólo tema de los interpretados en el concierto, sino su bajada al patio de butacas para estrechar la mano, firmar autógrafos y sonreír con todo aquel que se quiso hacer una foto con él. ¿Ven por donde voy?
Mi quinto concierto de Van Morrison me mostraría su cara más antipática de nuevo, esa que hace muchos años me negaba a ver y aceptaba con gusto pero que ahora, con más edad, me resulta del todo injustificable. El público, fundamentalmente formado por un sector maduro de nivel adquisitivo medio y alto, disfrutaba con parsimonia de sus bebidas mientras la banda tomaba el escenario y se nos anunciaba a Morrison que comenzaba con su saxo. Por suerte, mi asiento estaba situado a escaso medio metro de Paul Moran y su teclado con lo que pude ver lo acontecido en el escenario desde un lateral, como si formase parte de la banda, lo que me demuestra (una vez más) la lotería que es la compra de entradas en la que las primeras filas y una perspectiva frontal no siempre son lo mejor. Sonaron "Celtic Swing" o "Close For The Jazz" y, lo primero que me llama la atención son dos cosas; una, el manotazo que Van Morrison le pega a su micrófono para comprobar que está conectado (como si un triste saludo fuese a costarle la vida), la segunda son los chillidos que emite su saxo y en los que nadie pareció reparar. Sí, chillidos. Me gusta la música y me considero curioso a todos los niveles; desde el motivo del apantallado de una guitarra, los materiales (cobre, hierro, acero, aluminio) de un buen puente, cómo calentar las lengüetas de una armónica o por qué un saxo "chilla" desde que empecé a escuchar a Coltrane. El caso es que cuando Morrison tocaba su saxo en Madrid, éste estaba muy lejos de ofrecernos su característico sonido sinuoso, sensual y elegante sino que "chillaba", tan fácil como que Morrison le estaba "apretando" demasiado fuerte, entraba demasiado aire por la embocadura y la lengüeta de su boquilla chillaba como un gato siendo atropellado. "No pasa nada" -pensé, "el resto se han dado cuenta como tú de que no suena bien y chirría, son las cosas del directo" pero, al mirar en derredor y ver la expresión bovina de todos aquellos que se habían dejado doscientos euros de media por ver a Morrison y las primeras filas deleitadas con los ojos abiertos como si estuviesen en presencia de un semidiós, fue cuando me di cuenta de que aquello empezaba mal y distaba mucho de la experiencia "supuestamente gourmete" a la que se presupone se asiste cuando uno acude a un concierto de Van Morrison, todos los allí presentes aman la música a un plano de disfrute mayor que el resto de los mortales, pero todos tan ciegos en su amor por Morrison que no escuchan, sienten o padecen.
La voz la conserva en un estado estupendo y el clamor que arrancó con su éxito "Brown Eyed Girl" me hizo olvidar que sonó sin gracia, perpetrada pulcramente por su banda de acompañamiento como si la hubiesen convertido en un "estándar" más de los que sonaron esa noche, Morrison se mostró también poco generoso en su estribillo y en el saxo de "Days Like This" pero "Precious Time" o una fogosa "Baby Please Don't Go", en la que llegó a cantar por el amplificador de la armónica, me hicieron creer que sería una bonita noche para el recuerdo; craso error el mío. En el medley de ésta ya pudimos ver a un artista que no haría alarde alguno de paciencia cuando, en mitad de "Cry Cry Baby", Bobby Ruggiero falló en la nota y uno de sus baquetazos golpeaba directamente el herraje de la caja ante lo que Morrison no dudó en hacerle repetir la nota incluso fuera de compás. Ruggiero encogía los hombros mientras le sacaba la lengua divertido a Paul Moran, al que se le atragantaría la noche.
"That's Life" de Kay y Gordon volvía a hacerme creer que era un concierto amable pero fue tras "If You Only Knew", en plena "Early In The Morning/ Rock Me Baby" cuando supe que aquello se estaba torciendo sin remedio cuando un encabronadísimo Van Morrison se giraba e indicaba a Moran cómo acabar las estrofas e incluso a Ruggiero cómo golpear. Tal fue su cara y la impotencia de sus músicos que uno de su equipo se acercó a hablar con Morrison que señalaba con dedo acusador a Moran. ¿Qué ocurría? Básicamente, el teclista lo estaba haciendo bien como demostraban su exagerados gestos replicando a su jefe sobre las teclas ("taaaará, taaaaará") pero eran las pantallas de Morrison (situadas frente a sus pies) por las que no escuchaba lo suficientemente alto a su propio músico, gestos de subir el volumen y problema resuelto, por el momento… La mayor parte del Circo Price ni se ha enterado pero sí los que me rodean que, sin saber muy bien por qué, están viviendo la experiencia de Morrison en directo; algunos sonríen ante lo que creen que es un signo más de su genialidad y exigencia, otros comenzamos a fijarnos en la cara circunspecta de Moran o Ruggiero, Paul Moore sonríe amable pero no pierde de vista a su jefe, igual que Dave Keary que se situará casi frente a él, dando su trasero al público de su izquierda, con tal de no perder cualquier gesto o mueca en la boca de Morrison.
"I Believe To My Soul" de Charles y Morrison les indica que salten a un flojita versión de "Moondance" (en la que fue un auténtico deleite contemplar los dedos de Moore deslizarse atropellados, como una araña bailando, sobre el diapasón de su contrabajo), tras ella la parte más suave del concierto con una mágica "Enlightenment" o las prescindibles "In The Afternoon" y "Magic Time" que para otro artista sería los puntos álgidos pero que para Morrison, con un cancionero inmortal sobre sus espaldas, no dejan de resultar elecciones más que cuestionables. Pero será en la versión de Paul Robeson, "Sometimes I Feel Like a Motherless Child" cuando terminará por desencadenarse el triste signo del concierto cuando Morrison se cuelga una bonita Gibson Les Paul sunburst que acaricia con los dedos, sin ayuda de púa, a dúo con Keary, y ese volumen que antes habían subido a Moran se convierte en un rumor que va creciendo hasta convertirse en un acople con Morrison interpretando la canción y mirando de reojo mientras el técnico, de nuevo, se marea por el escenario y Moran levanta las manos para indicar que no está pulsando tecla alguna.
La noche está sentenciada para Van Morrison con esa clase de errores propios de un directo pergeñado por cualquier ser humano pero que él resalta con su incomprensible mal genio para vergüenza de su propia banda. En "Whenever God Shines His Light" se encargará de indicarles a Ruggiero, Moore y a Moran, en más de una ocasión, que cuando acabe la próxima él se baja del escenario y ellos siguen tocando (lo repite varias veces, por si a alguien no le ha quedado claro, dando la espalda al público, haciendo el gesto con una mano y con ambas de que la banda debe seguir tocando) y tras "Help Me" de Sonny Boy y una ñoña "Ballerina" en la que volvimos a ser testigos de que, si bien su garganta no es la de antes, sigue siendo un maestro (y en la que, personalmente, sentí vergüenza ajena con los rebuznos, graznidos y torpes expresiones de un respetable que se mostró zafio y vulgar, como si estuviese en una verbena, que fue acallado por otros que sí les interesaba más lo que ocurría sobre las tablas), Morrison se largó sin un amago de despedida mientras la banda seguía tocando bajo las luces de colores y la corista, Dana Master, cantaba con el micrófono a un volumen tan bajo que, cuando subieron su presencia, su parte ya había terminado.
Algunos salieron en pleno éxtasis, otros con cara de pocos amigos, no es que Van Morrison sea un genio que levante tanta pasión y admiración como incomprensión, es que el precio de las entradas no justificó el rancho que nos sirvió con displicencia, un repertorio con tan poca gracia y una actitud como la suya. En la música, como en el arte en general, se trata de sentir y la noche del martes en Madrid sólo sentí no haberme quedado en casa escuchando sus discos y así evitar formar parte de esa corte de aduladores en la que se ha convertido su público. Lo que él ni siquiera sabe es que yo tampoco me despedí de él y no hubo error más garrafal sobre el escenario que aquel que un artista maniático y pagado de sí mismo se empeñó en subrayar como si todavía actuase en los pubs de una cateta irlanda del norte a mediados de los sesenta.
© 2015 Jim Tonic