Recuerdo perfectamente cómo cambió mi vida cuando apenas era un adolescente. Desde pequeño disfruté con Poe, Lovecraft o, el ahora inmensamente famoso, Tolkien y descubrí a Hesse o Wilde siendo todavía un adolescente, libros de poesía y de relatos se mezclaban con novelas que mi madre creía juveniles cuyas tapas no podrían ser ni siquiera abiertas por cualquiera de los mocosos de ahora. Y es que recuerdo a Verne y Conan Doyle (o a Dumas y sus mosqueteros) junto con grandes dosis de Tintín y Ásterix acompañándome en una época en la que todavía no había videoconsolas.
Cuando yo era más joven de lo que soy ahora (puedo asegurar que parecen haber pasado siglos cuando sólo son años) y gozaba de una adolescencia de lo más estúpida con todos los tópicos y sentimientos de incomprensión propios de la edad, descubrí a ciertos autores que me hicieron abandonar y despegar del resto. Pero había uno que me obsesionaba sobre los demás, uno que me atrapó durante todo un año (tiempo en el que tardé en leerme todo, o casi todo, lo que escribió).
Todavía recuerdo cómo descubrí a Joyce.… Todas las mañanas me encerraba en la biblioteca de mi instituto, no es que yo fuese un bicho raro (que ahora que lo pienso también puede ser), lo que pasaba es que odiaba el recreo, me encantaba el baloncesto pero detestaba tener que jugar con cuarenta personas más en la misma cancha, aquello era una imbecilidad carente de todo sentido y diversión. El bibliotecario era un chico mucho mayor que yo (seguro que al escribir estas líneas tengo más años que la persona que recuerdo). Se ocupaba de la parte administrativa al haber objetado del servicio militar, en aquella época era moderadamente amanerado (mucho tiempo más tarde cuando me lo volví a cruzar por una de las céntricas calles de la capital, se había convertido en alguien marcadamente afeminado en sus gestos y poses, habla y expresiones, lo que me hizo entender también del por qué de su negativa a perder un año dándose inútiles panzazos de maniobras).
Aquel chico con cara de guisante y ojos de topo que más tarde engalanarían unas horrorosas pero muy fashion gafas de pasta de Prada me observaba todos los días y se interesaba por los libros que sacaba y leía. Un día yo llevaba una edición muy barata (pero magnífica) de "Los Muertos", miró la cubierta y sonrió. "Si te gusta Joyce, prueba con el Ulises, merece la pena el esfuerzo". Aquel comentario me sorprendió pero no le presté demasiada atención, me recomendaba tantísimos libros que me era imposible interesarme por todos y cada uno pero aquello sonaba a reto y no pude resistirme.
Como por arte de magia, esa misma semana echaban por la televisión una película de John Huston, trataba del relato que me acababa de leer así que dejé el video grabando (esto me hace sentir terriblemente aún más mayor pero en aquella época todavía no había dvd ni internet) y me fui con mis amigos la noche del sábado. Al llegar a casa de madrugada no tenía ganas de dormir (yo siempre me he peleado un poco con las horas de sueño) y apreté el "play". Me encantó, cené con ellos y fui testigo de los problemas de aquella pareja, aquel final era insuperable. Al día siguiente me compré "Dublineses", leí una y otra vez aquellos cuentos. Recuerdo, en concreto, el que se convertiría uno de mis cuentos preferidos, aquel llamado "Arabia". Lo adoraba, podía meterme de lleno en la cabeza del protagonista, era fabuloso.
Más tarde compré "Ulises" y aquello fue una de las experiencias más grandes que he vivido (lo lamento pero me salté, ignorándolo totalmente, "Retrato del artista adolescente"). Tardé seis meses en leer aquel libro de dimensiones mastodónticas, aquella interminable sopa de letras... La primera mitad del libro cayó en pocos días pero conforme iba avanzando se iba volviendo más y más denso, caótico y sin sentido, tenía que leer varias veces el mismo capítulo y acudir a los resúmenes e interpretaciones del sesudo escrito que lo prologaba. Para mí, aquel libro supuso una alternativa a lo que no me gustaba (que por aquella época eran muchas cosas) porque con él podía volar lejos y sumergirme en las calles de Dublín, recorrerlas desde mi cama, sentir los pasos arriba y abajo de la gente a mi alrededor, irme a bares y entierros, redacciones de periódico, contemplar el mar color verde o desayunar un riñón antes de salir de mi torre. Era todo un país, todo un universo atrapado en las hojas de un libro. Bajo mi brazo, cada día, llevaba las vidas de toda una ciudad y nadie, ninguno de mis compañeros de clase, parecían saber de aquel milagro.
El destino encadenó a Joyce aún más a mi vida y pude vivir una especie de capítulo parecido al de Circe, a mis manos llegó la biografía de Nora Joyce llena de pétalos secos de rosa y olor a hospital, cuando los chicos de mi edad todavía no sabían lo que era aquello. Devoré aquellas páginas dos veces seguidas durante un caluroso mes de Agosto en el sur. Más tarde llegaron "Exiliados", "Poemas Manzana", "Anna Livia" y una visita a Shakespeare & Co. que siempre recordaré con cariño. Puede sonar exagerado pero así es, le debo más a Joyce que a mucha de la gente que me rodea. Hay lazos invisibles que nos unen con personas que jamás conoceremos.
Tengo un amiguete al cual suelo prestar bastante atención en sus opiniones. Me dobla la edad y, por lo general, acierta cuando dispara. Hace mucho hablábamos sobre Norman Mailer y la publicación de sus cartas políticamente incorrectas o políticamente sinceras (como se prefiera). Para él, Mailer era una bestia parda (una expresión muy suya) y a mí me sorprende cómo este escritor, al cual tengo bastante cariño, obtuvo fama mundial durante un par de décadas y luego pasó a la “transitoria”, agitando el mundo editorial con cada nuevo libro suyo pero escribiendo a la sombra, ya sin llamar la atención del publico, como de puntillas, sin hacer la misma pupa de antes aún manteniendo toda la ferocidad de sus años mozos.
Ahora que lleva tiempo muerto estamos viviendo una pequeña "Mailermanía" ya que vuelve a estar de rabiosa actualidad, sus libros pueden encontrarse en las estanterías más altas de los grandes almacenes y a precios de lo más asequibles. ¡Hasta aparece en los dominicales con relativa frecuencia! Y es que la muerte es rentable, no digo que Mailer venda ahora más porque esté bajo tierra (eso es una supina imbecilidad aunque sea cierto) pero sí que creo que desde que nos dejó hay mucha gente que antes no le conocía y que ahora ha podido acceder a sus novelas gracias a la atención que el escritor ha recibido por parte de los medios. Algo que, por otra parte, resalta lo absurdo de éstos al no prestarle la debida en sus últimos años de vida.
Tengo cientos de libros en casa; baratos y caros (no mentiré, tengo muchos más de los primeros) y están todos mezclados, soy caótico a la fuerza porque ya no tengo espacio. Pero sé perfectamente dónde tengo uno muy especial, se llama "Los tipos duros no bailan" y cómo me gustó cuando lo leí y la compañía que me hizo durante unas Navidades. Y lo tengo dos veces; una es una edición de bolsillo, en tapa blanda y me costó seis euros. La otra es en tapa dura, es la primera edición en inglés y viene firmada por el autor. Cuando la compré y abrí la cubierta allí estaba su nombre, escrito por su puño y letra, tinta azul. Con tal fuerza que había marcado la siguiente página y yo, como un tonto, no pude hacer otra cosa que tocar el relieve con mi mano, aquello no tenía precio.
Ahora que Mailer ya no escribirá más seguro que ese libro sería una buena venta, seguro que mucha gente desearía comprarlo y/o especular con él, esos mismos que ahora hablan de él como si hubiesen sido amigos suyos toda la vida.
Pero también sé que, pase lo que pase, ese libro nunca saldrá de mi casa, de mi habitación, y convivirá entre otras ediciones mucho más baratas pero del mismo valor, apilado junto a Verne, Burroughs o Tintín, bajo cómics y revistas o detrás de muñecos de plomo hasta que yo ya no esté y pase a otras manos que espero lo valoren igual que yo. En ese tipo de manos en que las pertenencias nunca suben o bajan de valor porque siempre lo han tenido y lo tendrán.
© 2011 J.Cano